PRÓLOGO
Robi seguía agitando las manos bajo el vestigio de luz de la farola que iluminaba el salpicadero del coche. Parecía un ilusionista ensayando un nuevo truco de magia.
—Para —le advirtió Michi, pasándose el pañuelo por el cuello.
—Estos guantes verdes son ridículos.
—En el supermercado solamente tenían estos —mintió el otro. En realidad había cogido el primer paquete que le había quedado a mano—. Además, es de noche, nadie lo notará.
—Son fosforescentes. Parezco un marciano —insistió Robi, quisquilloso.
Michi rio socarronamente.
—A propósito de fosforescente, ¿te acuerdas de las virgencitas de plástico que el párroco nos traía todos los años de Lourdes?
—Claro. Desenroscabas la cabeza y dentro había agua bendita. Mamá me daba un sorbito cuando tenía fiebre.
Robi se perdió en su pasado, cuando eran niños, y Michi lo dejó hablar. Cuando estaba nervioso había que distraerlo, porque podía complicar las cosas.
Michi lo conocía bien: eran primos, de la misma edad, y habían crecido juntos. A menudo los tomaban por hermanos. Además, compartían el mismo apellido: Vardanega. Los unía un vínculo especial. El uno necesitaba del otro. Robi había comprendido desde pequeño que él no era demasiado listo, pero el primo sí lo era. Siempre sabía qué tenía que decir o hacer, y convertirse en su sombra fue la mejor opción. Michi en cambio había aprovechado la sumisión del otro siempre que había podido, aunque nunca de un modo evidente. Por algo era el listo de la pareja. La gente que los conocía pensaba que se querían con toda el alma, pero no era exactamente así. Entre los dos existía la relación de íntima complicidad que puede nacer entre dos socios. Los lazos familiares y los sentimientos poco tenían que ver.
Michi pensaba, maquinaba, se devanaba los sesos, y Robi no se esforzaba siquiera en comprobar si su primo estaba en lo cierto o si había metido la pata. Tampoco perdió tiempo en pensar cuando Michi le aconsejó que se comprometiera con Alessia Cappelli, la hermana de Sabrina, la joven que no tardaría en convertirse en su mujer.
Alessia era guapa, simpática, buena, pero, como él, no era demasiado lista y a menudo actuaba impulsivamente. Estaban hechos el uno para el otro, y el quinto año de casados se querían todavía con locura, gracias a una buena dosis de inmadurez e imprudencia a la hora de enfrentarse a la vida que lo hacía todo más fácil.
También aquella noche estrellada de mediados de junio, después de un día caluroso y a ratos bochornoso a pesar de encontrarse a los pies de las colinas, Robi había seguido a Michi sin protestar. Primero para robar un coche. Un Fiat Punto, elección obligada teniendo en cuenta que era el único modelo que fueron capaces de forzar y arrancar gracias a las lecciones de Fausto Righetti, conocido como el Riga, el único criminal de cierto prestigio del que podía presumir el pueblo: se había alojado en las cárceles patrias durante un año porque había dirigido una banda de receptadores. No era muy sociable, se dejaba ver poco, y no tenía amigos en el pueblo. Y si los tenía, o vivían a las afueras del valle o se andaban con cuidado para no dejarse ver con él. Precisamente aquella misma tarde habían ido a su encuentro, en el viejo lavadero, para que les entregara una pistola, envuelta en un trapo grasiento de lubricante, que habían alquilado por ciento cincuenta euros. Mientras contaba los billetes, el expresidiario les había pedido que no hicieran gilipolleces.
Después los dos primos Vardanega se habían refugiado al fresco en el bar Taiocchi para tomarse una cerveza y repasar el plan. Habían cenado en sus respectivas casas, en familia, para salir más tarde con la excusa de ir a jugar a billar, una partida a la que se habrían entregado, con entusiasmo y profesionalidad, después de escarmentar al tipo al que estaban esperando a