CAPÍTULO 1
–¡Maldita sea, Sharpe! ¡Dese prisa, hombre!
–Sí, señor.
Sharpe no hizo ademán de apresurarse. Leía cuidadosamente el trozo de papel a sabiendas de que su lentitud irritaba al teniente coronel Windham. El coronel se dio un golpe en la bota con la fusta.
–¡No tenemos todo el día, Sharpe! Hay que ganar una guerra.
–Sí, señor.
Sharpe repitió las palabras con tono paciente y tenaz. No iba a apresurarse. Ésa era su manera de vengarse de que Windham hubiera permitido que el capitán Delmas diera su palabra. Ladeó el papel para que la luz del fuego iluminara la tinta negra.
Yo, el abajo firmante, Paul Delmas, capitán del Quinto Regimiento de dragones, hecho prisionero por las fuerzas inglesas el 14 de junio de 1812, prometo por mi honor que no trataré de escapar ni abandonaré la cautividad sin permiso y que no pasaré ninguna información a las fuerzas francesas o a sus aliados, hasta que me hayan intercambiado, rango por rango, o quede liberado de este compromiso.
Firmado, Paul Delmas
Actúa como testigo, servidor, Joseph Forrest, comandante del Regimiento South Essex de su Majestad Británica.
El coronel Windham dio otro golpe seco con la fusta y el ruido resonó con fuerza bajo el frío helado anterior al amanecer.
–¡Maldita sea, Sharpe!
–Parece que está en regla, señor.
–¡En regla! ¡Rayos y centellas, Sharpe! ¿Quién es usted para decir lo que está en regla? ¡Santo Dios! ¡Yo digo que está en regla! ¡Yo! ¿Se acuerda de mí, Sharpe? ¿Su comandante?
Sharpe sonrió burlón.
–Sí, señor.
Le entregó la promesa a Windham, quien la cogió con gran cortesía.
–Gracias, señor Sharpe. ¿Nos da usted su permiso para irnos de una maldita vez?
–Adelante, señor.
Sharpe volvió a sonreír irónicamente. En los seis meses que el coronel llevaba al mando del South Essex, Windham había llegado a gustarle, aprecio que era correspondido por el coronel para con su brillante y obstinado capitán de la Compañía Ligera. Ahora, sin embargo, a Windham le quemaba la impaciencia.
–¡Su espada, Sharpe! ¡Por Dios, hombre! ¡Dese prisa!
–Sí, señor.
Sharpe se volvió hacia una de las casas del pueblo donde había acampado el South Essex. El amanecer era como una línea gris al este.
–¡Sargento!
–¡Señor!
–¡La espada del maldito franchute!
–¡Sharpe! –protestó el coronel Windham con aire de resignación.
Patrick Harper se giró y dio voces en el interior de una de las casas.
–¡El señor McDonald, señor! ¡La espada del caballero francés, señor, si se diera un poco de prisa, señor!
McDonald, el nuevo alférez de Sharpe, con tan sólo dieciséis años y unas ansias enormes por complacer a su famoso capitán, salió a toda prisa con una hermosa espada envainada. Con las prisas, dio un tropezón, Harper lo sujetó y llegó hasta Sharpe y le dio la espada.
¡Dios, cuánto la deseaba! Había estado manejando el arma durante la noche, había comprobado su equilibrio, había percibido el poder del acero brillante, liso, y Sharpe codiciaba aquella espada. Aquello era algo de una belleza letal, hecho por un maestro, digno de un gran luchador.
–¿Monsieur? –dijo Delmas con voz suave y educada.
Por detrás de Delmas, Sharpe veía a Lossow, el capitán de la caballería alemana y amigo suyo, que había conducido a Delmas hasta la trampa. Lossow también había empuñado la espada y había sacudido la cabeza sin decir nada, pero asombrado por el arma. Ahora observaba cómo Sharpe se la entregaba al francés, símbolo de que había dado su palabra y que se le podía confiar su arma.
Windham suspiró profundamente.
–¿Ahora tal vez podemos empezar?
La compañía ligera marchaba al frente, tras la cobertura de la caballería de Lossow, adentrándose por las llanuras antes de que el calor del día aumentara y los cegara con el sudor y los sofocara con el polvo caliente y arenoso. Sharpe iba a pie, a diferencia de la mayoría de los oficiales, porque siempre había ido a pie. Se había alistado en el ejército