: Mika Waltari
: El etrusco
: Edhasa
: 9788435048972
: 1
: CHF 8.90
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 620
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
LA LEYENDA DE LOS INMORTALES Como el héroe troyano Eneas, Lario Turmo, el etrusco, sabe que los dioses lo favorecen. Está predestinado a superar las mil y una pruebas que Afrodita pondrá en su largo peregrinar por Asia Menor hasta llegar a Sicilia y, finalmente, a Etruria, la tierra de sus antepasados. Las guerras contra el poder de Roma, así como las intrigas y los celos, afligen su existencia, pero al mismo tiempo le dan la fuerza necesaria para reconocerse como un escogido de los dioses. Tal vez desde Homero nadie lograba convertir el viaje en una aventura narrativa tan fascinante como Mika Waltari en El etrusco. Con una habilidad narrativa portentosa, donde el detalle en el discurso interno hila cualquier pensamiento y acto del personaje, es ésta una novela de esencia casi irracional; sin duda, una novela mítica y evocadora del autor de Sinué el egipcio, quizás su novela más conocida.

MIKA WALTARI ( 19-09-1908 / 26-08-1979 ) Waltari es uno de los escritores fineses más conocidos internacionalmente, sobre todo por su serie de novelas históricas entre la que destaca Sinué el egipcio (1945), que fue adaptada al cine. Cursó estudios de Teología y Filosofía y participó en grupos de pensamiento de corte izquierdista, una tendencia que invirtió tras la Segunda Guerra Mundial, en la que participó como propagandista del gobierno. Su obra, entre la que destacan El etrusco (1955), El ángel sombrío (1952) también publicada bajo el título El sitio de Constantinopla, S.P.Q.R, el senador de Roma(1964), Marco el romano (1951), Aventuras en oriente de Mikael Karvajalka (1949) o Vida del aventurero Mikael Hakim (1948), se ha traducido a más de 30 idiomas.

CAPÍTULO IV

Sucedió en el camino de Delfos, que discurre entre montañas.

Después de alejarnos de la orilla del mar, el cielo se iluminó en el este distante, sobre los picos de las montañas. Cuando llegamos a la aldea, sus moradores nos advirtieron de la conve-niencia de no seguir viaje. Ya era otoño, dijeron, y estaba a punto de desatarse un temporal. Podíamos topar con desprendimientos de tierra en el camino o por torrentes que arrastrarían al imprudente viajero.

Pero yo, Turmo, iba a someterme al juicio del oráculo de Delfos. Los soldados atenienses me habían rescatado para concederme asilo en una de sus naves a fin de protegerme de la ira de los habitantes de Éfeso, que trataban de lapidarme por segunda vez en mi vida. Así, no esperé que cesara la tempestad. Aquellos aldeanos vivían a costa de los peregrinos, deteniéndolos a la ida o a la vuelta con diversos pretextos. Les ofrecían grandes festines y cómodos lechos, y les vendían amuletos de madera, hueso y piedra que ellos mismos fabricaban. Ignoré sus advertencias, pues no temía a los rayos ni a las tempestades.

Impulsado por mi sensación de culpabilidad, proseguí solo mi viaje. Refrescó, las nubes se extendieron por la ladera del monte y los cegadores relámpagos empezaron a brillar a mi alrededor. El ensordecedor vozarrón del trueno resonaba sin cesar de uno a otro valle. Los rayos partían las rocas y yo caminaba azotado por la lluvia y el granito, a riesgo de verme precipitado al abismo por las impetuosas ráfagas de viento, mientras mis codos y rodillas sangraban a consecuencia de mis caídas sobre la dura roca.

Pero no sentía ningún dolor. Mientras los rayos relucían delante de mí, como si desearan mostrarme su hórrido poder, fui presa del éxtasis por primera vez en mi vida y, sin saber lo que hacía, comencé a danzar en el camino que conducía a Delfos.

Levantaba los pies y movía los brazos en una danza que surgía de mi interior y sólo vivía en mí. Todo mi ser se agitaba como consecuencia de aquel gozoso estado de éxtasis.

Fue entonces cuando me conocí a mí mismo por vez primera. Estaba libre de todo mal, nada podía dañarme. Mientras danzaba en el camino de Delfos, de mi boca brotaron palabras en una lengua extraña que desconocía por completo. Incluso el ritmo de la canción era extraño, y extraños también los pasos de mi danza; en aquel estado en que me hallaba, todo lo que surgía de mí era mío, aunque yo mismo ignorase la causa.

Más allá de la cumbre de la montaña descubrí el óvalo ennegrecido por la lluvia que formaba el valle de Delfos. Por último, la tormenta cesó, los nubarrones se alejaron y el sol brilló sobre los edificios, los monumentos y el templo sagrado. Sin que nadie me guiase, encontré la sagrada fuente, deposité mi hato en el suelo, me despojé de mis sucias vestiduras y me sumergí en las aguas purificadoras. La lluvia había enturbiado el circular manantial, pero el agua que brotaba de la boca de los leones limpió mis cabellos y mi cuerpo. Avancé desnudo ba