CAPÍTULO IV
Sucedió en el camino de Delfos, que discurre entre montañas.
Después de alejarnos de la orilla del mar, el cielo se iluminó en el este distante, sobre los picos de las montañas. Cuando llegamos a la aldea, sus moradores nos advirtieron de la conve-niencia de no seguir viaje. Ya era otoño, dijeron, y estaba a punto de desatarse un temporal. Podíamos topar con desprendimientos de tierra en el camino o por torrentes que arrastrarían al imprudente viajero.
Pero yo, Turmo, iba a someterme al juicio del oráculo de Delfos. Los soldados atenienses me habían rescatado para concederme asilo en una de sus naves a fin de protegerme de la ira de los habitantes de Éfeso, que trataban de lapidarme por segunda vez en mi vida. Así, no esperé que cesara la tempestad. Aquellos aldeanos vivían a costa de los peregrinos, deteniéndolos a la ida o a la vuelta con diversos pretextos. Les ofrecían grandes festines y cómodos lechos, y les vendían amuletos de madera, hueso y piedra que ellos mismos fabricaban. Ignoré sus advertencias, pues no temía a los rayos ni a las tempestades.
Impulsado por mi sensación de culpabilidad, proseguí solo mi viaje. Refrescó, las nubes se extendieron por la ladera del monte y los cegadores relámpagos empezaron a brillar a mi alrededor. El ensordecedor vozarrón del trueno resonaba sin cesar de uno a otro valle. Los rayos partían las rocas y yo caminaba azotado por la lluvia y el granito, a riesgo de verme precipitado al abismo por las impetuosas ráfagas de viento, mientras mis codos y rodillas sangraban a consecuencia de mis caídas sobre la dura roca.
Pero no sentía ningún dolor. Mientras los rayos relucían delante de mí, como si desearan mostrarme su hórrido poder, fui presa del éxtasis por primera vez en mi vida y, sin saber lo que hacía, comencé a danzar en el camino que conducía a Delfos.
Levantaba los pies y movía los brazos en una danza que surgía de mi interior y sólo vivía en mí. Todo mi ser se agitaba como consecuencia de aquel gozoso estado de éxtasis.
Fue entonces cuando me conocí a mí mismo por vez primera. Estaba libre de todo mal, nada podía dañarme. Mientras danzaba en el camino de Delfos, de mi boca brotaron palabras en una lengua extraña que desconocía por completo. Incluso el ritmo de la canción era extraño, y extraños también los pasos de mi danza; en aquel estado en que me hallaba, todo lo que surgía de mí era mío, aunque yo mismo ignorase la causa.
Más allá de la cumbre de la montaña descubrí el óvalo ennegrecido por la lluvia que formaba el valle de Delfos. Por último, la tormenta cesó, los nubarrones se alejaron y el sol brilló sobre los edificios, los monumentos y el templo sagrado. Sin que nadie me guiase, encontré la sagrada fuente, deposité mi hato en el suelo, me despojé de mis sucias vestiduras y me sumergí en las aguas purificadoras. La lluvia había enturbiado el circular manantial, pero el agua que brotaba de la boca de los leones limpió mis cabellos y mi cuerpo. Avancé desnudo ba