Capítulo 1
Verano, A. D. 939
Al principio Alvar no se da cuenta, pues surge como un murmullo entre las tropas vasconas del rey de Pamplona. El joven, aún medio dormido a esta temprana hora, sigue concentrado en ajustar las cinchas de su caballo y es el primer grito el que lo hace volverse. Entonces se encuentra con que la locura se ha instalado en el ejército cristiano que empezaba a despertarse. Ve hombres que lloran arrodillados, otros se revuelcan, mesándose con furia las barbas y cabellos, pero la mayoría sólo apunta con sus manos al cielo y grita. Cuando sigue con su mirada esa misma dirección se tiene que cubrir los ojos para no quedar cegado, y alarmado advierte que el sol de la mañana ha perdido un trozo en la parte derecha.
Ya hay grupos de soldados y animales que, por igual, han perdido la cordura, corriendo sin control entre las tiendas. Algunos tropiezan con los vientos y ruedan por el suelo mientras las estructuras caen; varios pabellones se han prendido con el fuego de las hogueras. Todo se llena de humo. El sol sigue desapareciendo y la mañana se convierte en un nuevo atardecer mientras decenas de mílites se han unido y siguen a un presbítero que encabeza una procesión. Es un tipejo enjuto que anda descalzo, con una sotana raída y sucia. Sosteniendo en lo alto una sencilla cruz de madera, recita a gritos:
–Y el cuarto ángel tocó la trompeta y fue herida la tercera parte del sol y la tercera parte de la luna y la tercera parte de las estrellas, y se oscureció la tercera parte de ellos y no había luz en la tercera parte del día ni en la tercera parte de la noche.
En el campamento la humareda de los incendios y del incienso hace el aire irrespirable, y en los cielos el sol ya se ha ocultado por completo y se distinguen de nuevo las estrellas.
Todos entienden que es un presagio del fin de los tiempos, pues cada vez queda menos para la segunda venida de Cristo, cuando se cumplan mil años de su nacimiento; por eso hay muchos que piden confesión y reclaman a los obispos que les impongan las manos. Atemorizado, Alvar busca el resguardo de su hermano mayor, que intenta aparentar, sin conseguirlo, una serenidad impropia de quien aún no es todavía un hombre, y los dos hijos del conde Laín tienen que sorberse los mocos y contener como pueden las lágrimas, pues recuerdan ahora todas las advertencias de su madre, que se hacía eco de los sermones de los predicadores que últimamente recorren los caminos del reino.
En medio de esa insania, en el centro del real, protegido por las murallas de Simancas, ciudad antigua reconquistada hace cuarenta años por don Alfonso, permanece alzada la gran tienda carmesí de su nieto, el hoy rey don Ramiro, señor de León, Galicia y las Asturias. Allí ha reunido al más grande contingente cristiano que se recuerda para enfrentarse al ejército musulmán, comandado por el mismísimo califa, pero el prodigio ha desbaratado sus planes y también los de los ismaelitas, pues, al parecer, en su almofalla ha cundido igualmente el pánico. Por eso, del pabellón principal salen ahora los aliados del leonés, entre ellos su primo, el joven rey de Pamplona, varios condes y obispos gallegos, asturianos, leoneses y navarros, e incluso unos cuantos señores moros de la frontera, como el gobernador de Shantarin, huido del sur después de que Abderramán lo despojara del gobierno de la cora y a su hermano de la cabeza.
Uno de esos próceres que abandona la real tienda es precisamente don Laín Díaz, conde de Aquilare y señor de Orede, que se dirige cabizbajo hacia su mesnada: hombres de las montañas de León que han bajado acompañando al magnate y a sus dos hijos mayores, Munio, el primogénito, y Alvar, de apenas quince años, a los que el miedo no se les va del cuerpo.
En poco se parecen los hermanos: el pequeño es más bajo pero más fornido, con el pelo moreno y rizado heredado de su madre, aunque los ojos, también oscuros, son, seg