CAPÍTULO 1
TREGUAS
Villa de Balmaseda.
Encartaciones del señorío de Vizcaya, 1445
Aceptaron reunirse, sin armas. En Balmaseda, territorio frontero con tierras de Burgos. Lope García de Salazar, cuarto señor de San Martín, tomó asiento a un extremo de la mesa. Al otro, Pedro Fernández de Velasco, conde de Haro. Apenas mediaron palabras ni se cruzaron muchas miradas. Un tanteo inicial con pocos verbos, y el pariente mayor de la casa de Salazar depositó sobre la mesa el pliego con la propuesta de tregua. El amplio salón de la torre quedó sumido en un espeso silencio. Por una ventana, abierta a la noche, se colaba el rumor inquieto del séquito armado traído por Lope García, que aguardaba en el patio de armas. Las luces de las velas y lámparas derramaban sombras pesarosas sobre el rostro de los dos hombres, hacían brillar sus pupilas.
Pedro Fernández de Velasco se inclinó hacia delante, muy pendiente de los gestos de su adversario.
–¿No me lo acercáis, don Lope? –preguntó, el tono desafiante.
El otro eludió la provocación y se limitó a responder con un suspiro rumoroso.
Pedro Fernández apuntó una sonrisa socarrona y chasqueó dos dedos. Su sirviente apareció tras una cortina, las manos a la espalda, el cinto sin puñal. No pudo evitar levantar las cejas, intimidado, al comprobar la excepcional estatura del señor de San Martín. El conde de Haro aguardó a que el criado le aproximase el papel y se retirase. Entonces rasgó el lacre y desdobló el pliego sin dejar de ojear a su enemigo. Lope García también lo escrutaba, procurando disimular la repugnancia que le provocaba su grotesco aspecto. Grotesco, porque Pedro Fernández de Velasco era bizco, y el ojo sano no corría mejor suerte, pues, cuando se irritaba, un tic le hacía temblar el párpado. Como remate, una tara en la cerviz le torcía el cuello. De talla discreta y escaso pelo entrecano, su cara redonda de piel ligeramente atezada por el sol sugería su origen mesetario.
El conde de Haro no se anduvo con falsas cortesías y dejó que su mirada sí trasluciera toda la náusea que el otro le producía. El físico de Lope García de Salazar era tan opuesto al suyo como los intereses que los enfrentaban: tenía la frente amplia, robusta la nariz, marcados los pómulos. La mandíbula y el cuello se intuían fuertes bajo la opulencia de sus barbas. Eran las suyas unas facciones recias que ganaban en distinción bajo el cabello negro veteado de haces grises en las sienes.
No había más cosa en común entre Lope García y Pedro Fernández que sus cuarenta y cinco años de edad.
El conde meneó la cabeza, se encogió de hombros y leyó en voz baja la propuesta. Lope García de Salazar siguió el correr de sus pequeños ojos de renglón en renglón, atento al mohín de desprecio que se le insinuaba a cada bisbiseo.
Cuando hubo terminado, Velasco dejó el pliego sobre la mesa con el índice y el pulgar de la diestra, como si temiera contagiarse de algún mal, y compuso un gesto burlón.
–Treguas, treguas, treguas... –dijo–. Seguro que las tripas te piden otra cosa.
Lope procuró aflojar la tensión que le subía por los brazos y le endurecía la cara. Se pasó una mano por la brigantina con amarres que le protegía el torso.
–Es lo más sensato –consideró–, lo más conveniente.
–¿Conveniente? ¿Para quién? ¿Para ti?
–Para todos. La moderación atraerá la riqueza.
–¿Moderación, tú?
–Jamás