Capítulo 2
Cuatro días atrás el teléfono me había sacado de mi letargo. Descansaba recién llegado de un largo viaje por tres ciudades en las que me había reunido con colegas. Buscábamos a un asesino que o tomaba muchos aviones o conducía un veloz coche por todo el país. Aunque ya no eran horas de seguir trabajando, no imaginaba que aquella llamada pudiera responder a cuestiones de otra índole. Lo dejé sonar.
Pasó un buen rato hasta que la sonora insistencia me hizo entender que podía tratarse de algo grave. Abandoné mi querido sillón y descolgué.
–Josep, dios mío, por fin.
–Rom, ¿qué pasa? ¿Estás bien?
Me alarmó su tono. Rom, compañero en el FBI, es un calmado, educado y, sagaz analista que no llamaría a nadie pasada la medianoche sin un buen motivo.
–Yo sí, yo sí. Pero ha pasado algo grave. Muy gordo, Josep.
–Cálmate, Rom, hombre. ¿Qué pasa?
–Han asesinado a Sussan.
–¿Sussan? ¿Y quién coño es Sussan?
–La hermana de Rosana.
–¿De Rosana?, ¿nuestra Rosana? Pero ¿qué ha pasado? ¿Cómo te has enterado?... ¿Estás en Miramar?
–Estoy en la calle, frente a la casa de Sussan; el asesinato se ha cometido dentro. La propia Rosana llamó hace un rato, muy nerviosa y, como tú no estabas, me pidió que me acercara a echar un vistazo, pero no puedo entrar. La policía lo tiene todo acordonado y ahora mismo estoy con el grupo de mirones, al otro lado de la valla de seguridad.
Los agentes del FBI no nos fiamos mucho de la pericia de la policía local. Es tan injusto como cierto. Sin embargo, sí confío en la impresión de Rom.
–Te tienen que dejar entrar, Rom, hombre. Eres un federal, identifícate y entra.
–No llevo la placa. Vine corriendo y no pensé en eso, joder, soy analista, nunca voy al escenario del crimen. No pensé que me impedirían entrar.
–¿Qué te contó Rosana?
–Poca cosa. No conoce los detalles aún, pero se sentirá más tranquila si los compañeros echamos una mano. Por eso ha pensado en ti, Josep, tú eres un agente de verdad, de los que investigan crímenes; a mí me ha pillado en pelotas, no podría ayudar aunque quisiera. Para empezar, ni siquiera puedo entrar porque no se me ha ocurrido que mi credencial valga para algo más que para entrar en el edificio ese tan horroroso de Miramar.
–Dame la dirección, llegaré lo antes posible. Y Rom...
–Dime.
–Cálmate.
Esa noche, que pasaría a llamarse entre nosotros «la noche del asesinato», me despido con pena del sillón y me doy una ducha rápida para sacudirme la pereza y alertar mis instintos. Antes de salir de casa, compruebo mecánicamente que lo imprescindible está en su sitio: teléfono, credenciales, las llaves d