CAPÍTULO1
COINCIDENCIAS
Como cada martes, Agnes llegó a casa de Eduardo sobre las ocho de la mañana. Prefería madrugar y entrar temprano para poder salir antes de las tres del mediodía. Aquel sol, similar al del ocaso, seguía brillando en el horizonte y desdibujando los adoquines de la calle, y lo haría al menos hasta que acabara el maldito solsticio de verano. A pesar de que llevaba ya viviendo allí más de ocho años, no acababa de acostumbrarse al hecho de que no hubiera noche. Eso, y los fríos inviernos con meses y meses sin apenas luz, hacían que todavía echase de menos la Bretaña francesa. Era cierto que aquellos paisajes idílicos, aquellos fiordos, constituían un verdadero lujo para los sentidos, pero el precio que uno debía pagar a cambio era, al menos para ella, demasiado alto.
La verdad es que Alesund era un lugar tranquilo donde vivir. A aquella hora de la mañana, las calles estaban prácticamente desiertas, y una sutil y gélida brisa acariciaba sus grises cabellos de forma constante, mientras ella, todavía algo somnolienta, rebuscaba en su bolso las malditas llaves. Daba igual dónde guardase las cosas; aunque las pusiese en uno de los bolsillos internos, cuando las buscaba nunca aparecían.
Abrió el portal y alzó la vista con resignación hacia el primer tramo de escaleras. El hecho de tener que subir a un cuarto piso sin ascensor se le hacía bastante arduo; sus castigadas rodillas acusaban ya los años, aunque parecía bastante más joven de lo que era en realidad. La edad es una de esas pocas cosas que no perdonan. Por suerte, el señor Eduardo era un hombre bastante pulcro y organizado. No le daba demasiado trabajo, y siempre dejaba la casa recogida. De haberse tratado de una familia con niños, jamás hubiese aceptado aquel compromiso; ya no tenía edad para semejantes tutes. De hecho, cuando llegaba a casa por la noche, su espalda se resentía de estar todo el día encorvada y limpiando.
Aunque no era enorme, aquel apartamento era bastante grande, más aún teniendo en cuenta que allí sólo vivía una persona. Se notaba que era la casa de un hombre. Colores sobrios, decoración minimalista, aquella curiosa barra de bar en la esquina del salón... Al entrar, Agnes miró sorprendida hacia los grandes ventanales de la estancia principal; las viejas y desgastadas persianas de madera seguían bajadas. Aquel era un piso muy luminoso, y se hacía extraño verlo tan a oscuras. En los dos años que llevaba trabajando para Eduardo Torres, jamás se había olvidado de subirlas por la mañana antes de irse a trabajar. Miró hacia la puerta del dormitorio, y vio que estaba cerrada. Aquello era más extraño aún, de modo que se acercó hasta la puerta procurando no hacer ruido y llamó suavemente con los nudillos. «Tal vez el señor Eduardo se ha dormido, o quizás esté enfermo y en la cama», pensó mientras lo llamaba sin apenas levantar la voz. Nadie contestó al otro lado, pero Agnes detectó un desagradable olor que emanaba del interior de la habitación, y que la obligó a llevarse la mano a la nariz. Dio un paso atrás, extrañada, y se quedó unos segundos paralizada ante la puerta.
–¡Qué demonios! –exclamó sin comprender todavía qué podía desprender aquel desagradable olor.
Se acercó de nuevo y volvió a llamar, esta vez con más insistencia. Nada. Ninguna respuesta. Sorprendida, y viendo que nadie contestaba, decidió que lo único que podía hacer era entrar y comprobar qué pasaba. Empezó a abrir la puerta lentamente.
–¿Señor Torres? ¿Está us