Prólogo
El hombre de la camisa blanca apretaba el paso hacia el Museo del Prado. Volvía la mirada repetidamente, nervioso, aun sabedor de la inutilidad de su gesto. Le perseguía un demonio informe, imposible de descubrir antes de que saltara de entre las sombras.
La noche, templada, se mostraba fría en su indiferencia. No había nadie en la calle. Ni gente. Ni coches.
No podía comprender que no hubiera coches.
Cruzó la calzada haciendo caso omiso del semáforo. Miró al cielo y tragó saliva. Las escasas estrellas visibles estaban ahí, donde siempre. No se dibujaba nada extraño en el firmamento. No creía estar soñando.
Empezó a correr. Los zapatos negros hacían demasiado ruido. El taconeo era un aviso de su posición. Pensó en quitárselos, pero de inmediato desechó la idea. Ni siquiera comprendía que pudiera plantearse algo así. No había razón para sentirse tan desamparado en medio de un lugar tan abierto.
No estaba encerrado. Sólo la noche lo envolvía. La noche y su soledad.
Cruzó por delante de la entrada principal del museo. Un inmenso cartel se desplegaba desde el techo al suelo, sobre las escaleras: «Surrealismo». Cínica pista de su situación.
Volvió a mirar atrás, pero no había nada. No quiso detenerse.
Escrutó hacia el frente persiguiendo algún consuelo. Allí delante, en lo alto, lo esperaba la iglesia de los Jerónimos. El campo santo en el que guarecerse de los fantasmas. Únicamente tendría que doblar la esquina del Prado y atajar el trecho que faltaba hasta las escaleras de subida. Un pasillo amplio, que acababa en el acceso a la ampliación del museo. Lo recorrería veloz, y ya estaría a los pies de la salvación.
Pero cuando hubo entrado en la recta final, restando pocos metros para el primer escalón, una figura delgada se agitó entre las sombras que resbalaban desde el edificio.
El hombre de la camisa se detuvo. Respiraba deprisa. Observó la forma humana que se recortaba bajo el umbral de la entrada nueva del Prado. Reconocía a quien lo perseguía. Sabía que era ella.
Tanteó sus posibilidades. Sólo quedaban las escaleras; tal vez lograra adelantarse intentando un arranque repentino, y alcanzaría la iglesia a tiempo para refugiarse.
Aun así, la verdad era evidente. Ella también respiraba rápido -la escuchaba-, porque había corrido tanto como él. Quizá más. Lo había llevado hasta allí. De algún modo inexplicable, le había tendido una trampa, y él había caído en ella. Lo había empujado para que corriera hasta donde estaba ahora mientras lo rodeaba por algún otro sitio. Como si ya supiera que iba a correr en esa dirección, y no en otra. Pero ¿cómo podía saberlo?
Sintió una punzada de terror en el estómago. No tenía opciones. No sabía hacia dónde ir.
Tal vez ella ya lo supiera.
La mujer saltó desde su escondite con decisión, como un relámpago. Un fugaz perfil que ocultaba el rostro bajo la protección del cabello desaliñado. Vestía de blanco de arriba abajo. Resultaba ilógico que no la hubiera visto antes.
El hombre de la camisa gritó y regresó sobre sus pasos. Los zapatos sonaban otra vez a muerte. Se desvió hacia el césped, queriendo dejar de oírlos. El error patente de correr con suelas planas sobre la hierba mojada. Absurdo.
En realidad, todo era absurdo. Un tipo que huía vestido con un traje de oficina sin terminar. Le faltaba la corbata y la chaqueta, y no sabía dónde los había dejado. No sabía si alguna vez los llevó puestos.
Trepando por la cuesta sentía el aliento de la mujer en la nuca. Se acercaba a él, veloz como el odio. Jadeaba en un apretado ritmo que buscaba saña. Dolor. ¿Por qué quería hacerle tanto daño? ¿Por q