Prólogo
Marzo, año 1940
El camión enfiló el camino del cementerio. La luz de los faros horadaba la negrura descubriendo a su paso un millar de insectos enloquecidos por tan inesperada claridad. Las ruedas crujían en la gravilla y varias chinas saltaron por el aire hasta los pantalones raídos del enterrador y del niño, padre e hijo, que esperaban junto al muro. Varios hombres, sentados de cualquier manera en el cajón y bamboleándose al ritmo del destartalado vaivén del vehículo, conformaban la carga del camión. Sus rostros, con los ojos vendados, mostraban una enorme ansiedad; a cada sonido nuevo, las caras giraban a un lado y otro, intentando adelantarse a lo inevitable, las bocas abiertas arañando un aire que se negaba a entrar en sus pechos aterrados. Esa tranquila noche de marzo, esa noche sin luna, iba a ser la última para ellos. Los frenos chirriaron. El camión se detuvo, y las luces enfocaron el muro que delimitaba el camposanto, mostrando en su superficie los orificios de bala que acribillaban sus ladrillos y los salpicones de sangre seca que menudeaban en la rugosa superficie.
El enterrador tomó por un hombro al niño y, sin decirle nada, lo empujó a un lado para no entorpecer a los milicianos nacionales, tres en total, que bajaron de la cabina, carabinas en mano, y obligaron a descender, entre empujones y risas de burla, a los pobres desgraciados. Los que iban a fusilar. Ocho hombres de diversa complexión y estatura, vestidos con pantalones raídos y camisas de trabajo desgarradas. Cuando estuvieron frente a los faros del vehículo, el enterrador pudo constatar que ninguno tendría más de veinte o veintitrés años. Aparte de vendarles los ojos, les habían amarrado las manos a la espalda y les habían atado cuerdas en los tobillos lo suficientemente holgadas como para dejarles caminar, pero no tanto como para permitirles correr. No iban a tener escapatoria alguna. Entre las carcajadas de los milicianos se escuchó el gimoteo de uno de los condenados, que sólo obtuvo como respuesta un fuerte golpe con la culata de la carabina entre los omóplatos. El hombre cayó al suelo de rodillas.
–¡Miguel, hombre, no lo mates antes de tiempo! –exclamó el que parecía tener el mando, al que llamaban el «Capitán», mientras se acercaba al hombre, que daba bocanadas de aire para poder respirar entre el llanto, ya incontrolable, y el intenso dolor devenido con el golpe. Lo ayudó a levantarse cogiéndolo por un brazo y lo empujó hacia los otros–. Venga, chaval –le dijo casi con amabilidad–, esto pronto va a acabar.
Los tres milicianos dispusieron entonces a los hombres en fila, uno al lado del otro, ante el muro del cementerio, frente a una enorme zanja de algo más de un metro y medio de profundidad; la tierra del fondo parecía removida, como si la hubieran utilizado recientemente, aunque en realidad no era así: desde la última saca habían pasado algunos meses, y ellos serían los últimos en ocupar la fosa común. Los milicianos se situaron frente a los hombres ya en fila, de espaldas a los faros del camión, para que su fuerte luz les iluminara la tarea que se disponían a llevar a cabo. Tomaron sus armas, separaron las piernas para buscar apoyo y apuntaron.
El niño y el enterrador se encontraban a un lado, cerca de los milicianos, aunque a suficiente distancia como para que