CAPÍTULOI
14 de abril de 1936
Cruce del paseo de la Castellana con la calle de Fernando el Santo
Llovía. He perdido muchos detalles del día en que mataron a Julia, pero nunca olvidaré una lluvia como aquella. Tan espesa. Caía sobre nosotros como un mal presagio.
La calle estaba abarrotada. Nadie quiso marcharse, a pesar de la tormenta. O precisamente por ella. Supongo que se lo tomaban como una buena señal. Un símbolo. Algo que los refrescaba y enardecía.
Así somos los españoles. Así hemos sido siempre. Lo criticamos todo, pero luego nos sentimos dichosos cuando tenemos la oportunidad de formar parte de algo grande. Una cosa es parte de la otra. Nos gusta criticar porque no queremos arriesgarnos a creer que puedan pasarnos cosas buenas.
Aquello nos estaba sucediendo a todos, y algunos intuían que podía ser bueno.
Otros no.
Al fondo del bosque de paraguas, distinguí al señor Azaña, de camino a la tribuna. Levantó la mirada hacia el cielo, como si le recriminara por aquella manta incesante de agua. Era redondo, con esa papada prominente y sus ridículas gafas delante de aquellos ojos tristes. Y, sin embargo, tenía presencia. Tenía aquello que yo admiraba tanto entonces, en mi juventud. Me quedaba hipnotizado contemplando las maneras de aquellos hombres. Me preguntaba qué sería lo que se estaba fraguando dentro de su cabeza para lograr vestir sus movimientos con aquella solemnidad.
Ya no me lo pregunto. Mi mirada es hoy como era entonces la de Azaña, y sé que detrás de ella no había nada más que el reflejo de una molestia. La pesadumbre de los años. De las preocupaciones.
De las dos cosas.
* * *
El general Miaja miró hacia la tribuna, esperando que le concedieran el permiso para comenzar. Entonces dio la orden. Sonó un tambor. Los que aún hablaban enmudecieron. Durante un instante, sólo se escuchó la lluvia. Como en los entierros.
Julia se apretó contra mi brazo sin atreverse a decir nada. La mire y sonreí. Me sentía la persona más afortunada del mundo. Ella también. Cada uno por un motivo.
A ella le embargaba la emoción del momento: de estar allí y de poder verlo todo tan de cerca. Verlos a ellos, al Gobierno, celebrando lo que celebraban, y por un momento tener la sensación de que de verdad festejábamos cinco años de lo que fuera que se hubiera conseguido. Todo parecía frágil.
A mí me daba igual. Me importaba un carajo la República, la tribuna presidencial o el condenado desfile. No podía pensar en nada más que en ella. Tenía quince años. ¿En qué otra cosa podía estar pensando?
Julia tenía la piel morena, como su madre, una andaluza de ojos tan intensos como los de un oráculo. Los de Julia eran oscuros, pero conservaban la misma profundidad, aunque no tan inquisidora. Era más como la oscuridad de un escondite. Te envolvía con la mirada. Sus ojos abrigaban. Yo me preguntaba cómo era posible que me estuviera mirando a mí. Todas las veces, sin excepción.
Pegó la cabeza a mi hombro y se acercó a mi cuello. Sentí el impulso de besarla, pero lo reprimí. Ojalá no lo hubiera hecho.
Si Julia siguiera viva, no sería capaz de verla a ella como me veo a mí mismo: gastado. A ella la seguiría viendo como aquel día. Me bastaría con sus ojos. A partir de ellos reconstruiría el retrato de aquel tiempo.
Al inicio del desfile, me invadió el deseo de sacarla de allí. De raptarla. Apretarla contra algún rincón hacia el que nadie estuviera mirando y recorrerla... Uno se hace mayor, pero no olvida esas cosas. Los impulsos. El cuerpo los recuerda. Se hace joven otra vez y vuelve a sentir las mismas ganas.
No nos movimos del sitio hasta el primer estallido. Fue a nuestra izquierda, justo detrás de la tribuna. Apenas hubim