APOSTOLEION
Éste es el testimonio de Irene de Atenas, emperatriz de los romanos, defensora de la ortodoxia y, para muchos, asesina de su propio hijo. Me fue dado a mí, Teófanes, en sus últimos días de destierro en la isla de Prinkipo. Juzgad con sabiduría sus palabras, pues no pocas verdades se encuentran en el relato que ella misma hizo de sus días.
No sé cómo deberías llamarme ahora que he sido desposeída de todos mis títulos. Emperatriz no sería adecuado, majestad me resulta soberbio e hija me recuerda a la condescendencia con la que los sacerdotes tratáis a las mujeres. Además, no te he hecho llamar desde tan lejos para que me des la absolución. Mis ofensas contra Dios serán muy pronto juzgadas en su presencia y a su infinita misericordia me encomiendo. Las deudas que pueda tener con Él sólo a nosotros nos conciernen. Es a los hombres a quienes dirijo mis últimas palabras. Lo hago a través de ti, Teófanes, para que des testimonio de mis actos y mi obra pueda ser juzgada con ecuanimidad por los romanos, jueces últimos de sus soberanos.
Desde hace ya algún tiempo los Papas parecen no querer entender que, aunque ellos habiten en Roma, nosotros somos Roma, y es a nuestro pueblo a quien encomiendo el veredicto de mi reinado, con todos sus aciertos e innumerables errores, pero sin la influencia de todas esas calumnias que han venido contando sobre mí los bárbaros francos y su rey, los infieles del califato, los herejes iconoclastas y los burócratas corrompidos por el poder y el dinero. Oye tú mis palabras, y haz que lleguen tal y como te las digo a mi pueblo.
Lo primero que quiero que sepas es que todavía hoy no estoy segura de si en último término fui yo quien mató a mi hijo. Mis manos están muy lejos de estar limpias. La sangre de muchos inocentes las empapan; eso es algo que no soy tan cínica como para negar, pero quiero pensar que ni una sola gota pertenece a Constantino. Si tengo culpa en ello es de una forma más sutil, más cruel e incierta que inquieta mi propia alma y que a veces me despierta entre terribles pesadillas. He llorado su muerte como haría cualquier madre; lo hice durante incontables noches. Sin embargo, al mismo tiempo, encuentro un extraño consuelo cuando pienso que con él desapareció la ruina que acechaba al Imperio. Si mi sacrificio ha servido para algo, sólo el Altísimo lo sabe y, a pesar de la duda o la culpa, ésta es una carga que acepto con entereza, como tantas otras veces he hecho a lo largo de mi vida. Ahora, en cambio, esta carga se me antoja más física. No puedo evitar pensar que esta masa que hincha mi vientre, que me hace parecer una embarazada decrépita preñada de muerte, comenzó a crecer ese preciso día; cuando su vida se extinguió, esta podredumbre, nutrida por mi culpa y por la crueldad de su muerte, empezó a medrar en mi interior, consumiéndome poco a poco, hasta que al final acabe arrastrándome a la tumba y desde allí viaje conmigo al otro lado, donde ejercerá de testigo en mi contra cuando deba ser juzgada.
La primera vez que esta idea cruzó mi mente fue la noche antes de que ellogothetes Nicéforo fuera elevado al trono. En esas horas de incertidumbre y tensa espera, muchas cosas se me hicieron evidentes. Al vislumbrar en el horizonte el final del mandato que Dios me había encomendado, encontré por fin la serenidad para volver la vista atrás y contemplar mi legado. No fue un arrebato de nostalgia –ni un ejercicio intelectual– lo que me llevó a recapitular mis días como soberana, simplemente ya no tenía un futuro al que intentar sobrevivir. La extraña paz que esa certidumbre me proporcionaba me permitía volver la vista atrás para tratar de juzgarme a mí misma con la honestidad que hasta entonces me había estado negando.
* * *
Todavía no había anochecido sobre el puerto de Eleutherios. Observaba desde una de las terrazas del palacio el trasiego de marineros y estibadores que, apurando las últimas luces del día, se afanaban en descargar la mercancía de los navíos antes de refugiarse de la noche en alguna de las tabernas del puerto. En ocasiones el olor era espantoso, sobre todo en verano, pero en esa tarde de comienzos de otoño el viento soplaba hacia el mar, ondulando ligeramente la superficie dorada del agua al tiempo que arrastraba los efluvios de los almacenes y los puestos del mercado, a