: Azad Cudi
: Largo alcance Mi vida como francotirador en la lucha contra el Estado Islámico
: CAPITÁN SWING LIBROS
: 9788412554076
: Ensayo
: 1
: CHF 8.90
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: Biographien, Autobiographien
: Spanish
: 248
: Wasserzeichen
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
A los diecinueve años, Azad, un joven kurdo iraní, fue reclutado por el Ejército de Irán para luchar contra su propio pueblo. Al negarse a ir a la guerra contra sus compatriotas kurdos, desertó y se fue al Reino Unido, donde se le concedió asilo y aprendió inglés. Más de una década después, tras regresar a Oriente Medio como trabajador social a raíz de la guerra civil siria, Azad tuvo que volver a empuñar un arma. En septiembre de 2014, tras veinticuatro días de entrenamiento intensivo como francotirador, Azad se convirtió en uno de los diecisiete tiradores voluntarios desplegados por el Ejército kurdo cuando el Estado Islámico asedió la ciudad de Kobane en Rojava, su nueva región autónoma. Este libro narra la intrahistoria de cómo lucharon las fuerzas kurdas durante nueve meses en sangrientas batallas callejeras contra el Estado Islámico. Superados ampliamente en número, los kurdos tuvieron que matar a los yihadistas uno a uno. Entrelazando los brutales acontecimientos de la guerra con la reflexión personal y política, Azad Cudi medita sobre el incalculable precio de la victoria: los efectos permanentes de la guerra en el cuerpo y la mente, la devastadora muerte de dos de sus compañeros, la pérdida de cientos de voluntarios que murieron en la batalla. Pero, como explica, fueron sacrificios que salvaron no solo una ciudad, sino a un pueblo y su tierra.

Azad Cudi. Irán, 1983. Nacido en Sardasht, una ciudad fronteriza iraní a ciento treinta millas al norte de Tawella, Azad, nombre de guerra que significa «libre» o «libertad», habla por experiencia. Fue reclutado por el Ejército iraní en 2002, cuando tenía dieciocho años. Destinado a una patrulla de montaña, se le ordenó que abriera fuego contra un grupo de guerrilleros kurdos del PKK. Azad se negó, desertó y se convirtió en un activista clandestino. Cuando las autoridades empezaron a buscarlo, pagó a un traficante de personas para que lo llevara a Gran Bretaña, donde comenzó una nueva vida como estudiante y conductor de reparto. Su libro Largo alcance se centra en una batalla de cinco meses casa por casa en la ciudad de Kobane, en la frontera turca, en 2014-2015, durante la cual fue uno de los cinco francotiradores que mataron a casi dos mil yihadistas. Su unidad fue decisiva en la lucha que salvó a Rojava y cambió el rumbo de lo que hasta entonces había sido un avance islamista imparable. «A menudo me han preguntado a cuántos matamos. Siempre me he negado a responder. Solo un hombre débil se mediría en muertes. Solo un tonto trataría de describir todo el odio, la pérdida, el sacrificio y el amor de la guerra con un número. Aunque solo sea para dejar de lado el asunto, permítanme decir de entrada que en ocho meses nuestros francotiradores los diezmaron [...]. Mi tarea en estas páginas es explicar cómo acumulamos estas terribles cifras de forma que puedan entendernos».

01

Afueras de Sarrin

(sur de Rojava, abril de 2015)

He tenido muchos nombres ­—­Sora cuando era niño en Kurdistán, Darren en mi pasaporte británico—­, pero como francotirador me llamaban Azad, que significa «libre» o «libertad» en kurdo. Durante la guerra, mi nombre me recordaba un dicho kurdo: que el árbol de la libertad se riega con sangre. Es un proverbio sobre el sacrificio justo, sobre cómo la libertad no se consigue fácilmente, sino que requiere una lucha prolongada y dolorosa. Quizá llegue el día en el que ya hayan luchado y hayan muerto suficientes de nuestras mujeres y hombres, y vivamos en un mundo de paz, igualdad y dignidad donde podamos beber agua de los manantiales y comer moras de los árboles. Pero Kobane no era ese mundo. En Kobane perdimos a miles y matamos a miles, y así, alimentando gota a gota el suelo de nuestra tierra natal, nutrimos y forjamos nuestra libertad.

Llevaba dieciséis meses luchando en el territorio kurdo del norte de Siria cuando un día de abril de 2015 me pidieron que dejarael frente oriental, próximo a la frontera turca, y me uniese al avance de nuestro frente sudoccidental. Habíamos recuperado Kobane en enero. En las batallas posteriores habíamos logrado que los yihadistas retrocediesen en todas direcciones, de modo que cruzar nuestro territorio ya no era una breve carrera apresurada entre calles, sino un trayecto de cinco horas en coche por campo abierto. Nos pusimos en marcha por la frontera turca del norte y allí vislumbré las cimas nevadas donde se dice que el arca de Noé encalló. Más abajo se extendían los amplios valles verdes y los pinares de Mesopotamia, la tierra entre el Éufrates y el Tigris donde vive nuestro pueblo desde hace quince mil años. Mientras nos dirigíamos al sur, las pendientes dieron paso a granjas en praderas y colinas desnudas que subían y bajaban como las olas de un océano. Cuando empezó a ponerse el sol, contemplé la luz del atardecer que jugaba con los últimos melocotoneros en flor y con las amapolas rojas y amarillas del arcén.

Pronto oscureció. La vieja camioneta donde viajaba se encontraba en un estado lamentable —sin suspensión ni luces, con las llantas muy gastadas— y las carreteras resbaladizas estaban llenas de baches. No creo que consiguiéramos avanzar a más de treinta kilómetros por hora durante todo el trayecto. En una ocasión nos cruzamos con un grupo de nuestras camaradas, que estaban sentadas alrededor de una hoguera, y paramos a tomar un vaso de té negro. Finalmente, a las once de la noche, entumecido y lleno de moratones, llegué a un pequeño asentamiento amurallado de cincuenta casas que mostraban las familiares señales de la invasión: impactos de bala, marcas de granadas y los grafitis negros de los yihadistas. Me indicaron que fuera a reunirme con la oficial al mando, la general Medya.

Medya estaba en la treintena y era una veterana con más de una década de lucha. Entraba en batalla con su largo cabello negro recogido en una cola y un pañuelo verde atado justo encima del único ojo azul que le funcionaba. Una de las cosas que suele extrañar a los forasteros sobre la resistencia kurda es nuestra insistencia en que los hombres y las mujeres son iguales en todo, la guerra incluida. En nuestras Unidades de Protección Popular, los voluntarios deben tener dieciocho años para empuñar un arma, pero por lo demás todo lo que nos importa es que sean hábiles y útiles, no su procedencia ni el hecho fortuito de su género. Los hombresy las mujeres luchan juntos en entidades separadas: las YPJ, o Yekîneyên Parastina Jin (pronunciadoyek-in-ayan para-stina yin) para las mujeres; y las YPG, o Yekîneyên Parastina Gel (pronunciadoyek-in-ayan para-stina guel) para los hombres. Las mujeres luchan, matan y mueren con la misma intensidad que los hombres, como puede atestiguar Estado Islámico. Solemos comentar la confusión que sin duda sentirán los islamistas en sus últimos momentos, al verse cara a cara con una mujer. Que abandonen este mundo con la duda nos da la absoluta certeza de que somos el ejército adecuado para derrotarlos.

Medya empezó diciendo que el día de nuestra liberación estaba cerca. El momento en el que recuperásemos el último metro de nuestra tierra, habríamos salvado a nuestro pueblo. También sería el día en que la civilización y el progreso triunfarían sobre el atrasomedieval de los yihadistas. Aunque nunca lo admitiesen, conseguiríamos lo que las grandes naciones de Europa y América no habíanlogrado. Incluso salvaríamos a nuestros opresores en Turquía, Siria,Irak e Irán. Y, con nuestra victoria, finalmente conseguiríamosatención y apoyo para nuestra causa por un Kurdistán autónomo.

Para que llegase ese gran día, dijo Medya, nuestros últimos ataques debían tener éxito. Nuestro objetivo inm