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Afueras de Sarrin
(sur de Rojava, abril de 2015)
He tenido muchos nombres —Sora cuando era niño en Kurdistán, Darren en mi pasaporte británico—, pero como francotirador me llamaban Azad, que significa «libre» o «libertad» en kurdo. Durante la guerra, mi nombre me recordaba un dicho kurdo: que el árbol de la libertad se riega con sangre. Es un proverbio sobre el sacrificio justo, sobre cómo la libertad no se consigue fácilmente, sino que requiere una lucha prolongada y dolorosa. Quizá llegue el día en el que ya hayan luchado y hayan muerto suficientes de nuestras mujeres y hombres, y vivamos en un mundo de paz, igualdad y dignidad donde podamos beber agua de los manantiales y comer moras de los árboles. Pero Kobane no era ese mundo. En Kobane perdimos a miles y matamos a miles, y así, alimentando gota a gota el suelo de nuestra tierra natal, nutrimos y forjamos nuestra libertad.
Llevaba dieciséis meses luchando en el territorio kurdo del norte de Siria cuando un día de abril de 2015 me pidieron que dejarael frente oriental, próximo a la frontera turca, y me uniese al avance de nuestro frente sudoccidental. Habíamos recuperado Kobane en enero. En las batallas posteriores habíamos logrado que los yihadistas retrocediesen en todas direcciones, de modo que cruzar nuestro territorio ya no era una breve carrera apresurada entre calles, sino un trayecto de cinco horas en coche por campo abierto. Nos pusimos en marcha por la frontera turca del norte y allí vislumbré las cimas nevadas donde se dice que el arca de Noé encalló. Más abajo se extendían los amplios valles verdes y los pinares de Mesopotamia, la tierra entre el Éufrates y el Tigris donde vive nuestro pueblo desde hace quince mil años. Mientras nos dirigíamos al sur, las pendientes dieron paso a granjas en praderas y colinas desnudas que subían y bajaban como las olas de un océano. Cuando empezó a ponerse el sol, contemplé la luz del atardecer que jugaba con los últimos melocotoneros en flor y con las amapolas rojas y amarillas del arcén.
Pronto oscureció. La vieja camioneta donde viajaba se encontraba en un estado lamentable —sin suspensión ni luces, con las llantas muy gastadas— y las carreteras resbaladizas estaban llenas de baches. No creo que consiguiéramos avanzar a más de treinta kilómetros por hora durante todo el trayecto. En una ocasión nos cruzamos con un grupo de nuestras camaradas, que estaban sentadas alrededor de una hoguera, y paramos a tomar un vaso de té negro. Finalmente, a las once de la noche, entumecido y lleno de moratones, llegué a un pequeño asentamiento amurallado de cincuenta casas que mostraban las familiares señales de la invasión: impactos de bala, marcas de granadas y los grafitis negros de los yihadistas. Me indicaron que fuera a reunirme con la oficial al mando, la general Medya.
Medya estaba en la treintena y era una veterana con más de una década de lucha. Entraba en batalla con su largo cabello negro recogido en una cola y un pañuelo verde atado justo encima del único ojo azul que le funcionaba. Una de las cosas que suele extrañar a los forasteros sobre la resistencia kurda es nuestra insistencia en que los hombres y las mujeres son iguales en todo, la guerra incluida. En nuestras Unidades de Protección Popular, los voluntarios deben tener dieciocho años para empuñar un arma, pero por lo demás todo lo que nos importa es que sean hábiles y útiles, no su procedencia ni el hecho fortuito de su género. Los hombresy las mujeres luchan juntos en entidades separadas: las YPJ, o Yekîneyên Parastina Jin (pronunciadoyek-in-ayan para-stina yin) para las mujeres; y las YPG, o Yekîneyên Parastina Gel (pronunciadoyek-in-ayan para-stina guel) para los hombres. Las mujeres luchan, matan y mueren con la misma intensidad que los hombres, como puede atestiguar Estado Islámico. Solemos comentar la confusión que sin duda sentirán los islamistas en sus últimos momentos, al verse cara a cara con una mujer. Que abandonen este mundo con la duda nos da la absoluta certeza de que somos el ejército adecuado para derrotarlos.
Medya empezó diciendo que el día de nuestra liberación estaba cerca. El momento en el que recuperásemos el último metro de nuestra tierra, habríamos salvado a nuestro pueblo. También sería el día en que la civilización y el progreso triunfarían sobre el atrasomedieval de los yihadistas. Aunque nunca lo admitiesen, conseguiríamos lo que las grandes naciones de Europa y América no habíanlogrado. Incluso salvaríamos a nuestros opresores en Turquía, Siria,Irak e Irán. Y, con nuestra victoria, finalmente conseguiríamosatención y apoyo para nuestra causa por un Kurdistán autónomo.
Para que llegase ese gran día, dijo Medya, nuestros últimos ataques debían tener éxito. Nuestro objetivo inm