CAPÍTULO UNO
Río Támesis, Britania, enero del 59 d. de C.
–Se aproxima un barco –dijo el centurión Macro, señalando hacia el río. Miraba por encima del agua y, mientras, los rizos veteados de gris que le caían sobre la frente se agitaron con la fría brisa. Los que estaban en la cubierta delDelfín se volvieron a mirar a la pequeña y baja embarcación impulsada por cuatro hombres a los remos, con otros tres sentados en la popa y uno más de pie en la proa, agarrado a un cabo para estabilizarse. Habían doblado un recodo del Támesis hacía sólo unos cuatrocientos metros y se aproximaban deprisa. Macro calculó rápidamente que pronto alcanzaría al lento buque mercante que los llevaba a su mujer y a él río arriba hacia Londinium. Aunque no llevaban armadura y Macro no veía lanzas ni ninguna otra arma, algo en la postura de aquellos hombres le provocó un cosquilleo de prevención en la nuca.
–¿Estamos en peligro?
Se volvió hacia Petronela, una mujer de recia constitución; de cara ovalada y con cabello oscuro, sólo era un poco más baja que Macro. Llevaban juntos unos años ya, y ella sabía que, aunque Macro había dejado el ejército, sus sentidos seguían muy afinados y era capaz de detectar cualquier posible amenaza.
–Lo dudo, pero es mejor estar a salvo que tener que lamentarlo, ¿no?
Dejó a Petronela aún observando cómo se aproximaba el barco y se dirigió al capitán del buque mercante en tono tranquilo:
–Quería hablar un momento contigo, Androco.
El capitán captó la alarma en los ojos de Macro, y enseguida lo acompañó hacia el lugar donde guardaban el equipaje, cubierto por unas pieles de cabra. Macro las echó hacia atrás y abrió el cerrojo del baúl que contenía su equipo. Rebuscó en el interior hasta encontrar su espada y su cinturón, que se ajustó rápidamente, de tal modo que el pomo de su espada quedase en su lugar habitual, contra la cadera. Tendió otro cinturón con espada a Androco.
–Póntelo.
El capitán dudó y echó un vistazo al barco.
–Parecen inofensivos... ¿Realmente son necesarias las armas?
–Esperemos que no. Pero, según mi experiencia, es mejor tenerlas a mano y no necesitarlas que no tenerlas y necesitarlas.
Androco tardó un momento en asimilar el comentario, y entonces se abrochó el cinturón y rápidamente lo ajustó en torno a sus esbeltas caderas.
–¿Y ahora qué?
–A ver lo que hacen.
Un sol mortecino brillaba a través de un cielo gris, nublado, iluminando débilmente el río y el anodino paisaje a cada orilla. El sonido de los remos salpicando el agua llegaba por encima de la superficie a los pasajeros a bordo del barco mercante. El bote mantuvo su rumbo y pasó a unos diez metros del barco más grande, y Macro vio que el ho