Capítulo I
La cota de malla lo sofoca a uno en verano, aunque se cubra con una camisola de lino pálida. El tejido metálico pesa lo suyo, y el calor se vuelve implacable. Bajo la tela de hierro hay un forro de cuero, y eso también agobia mucho... Y, por si fuera poco, esa mañana el sol parecía un hierro al rojo. Mi caballo, atormentado por los tábanos, estaba nervioso e irritable. No corría el más mínimo soplo de viento entre las colinas, aplastadas bajo los ardientes rayos del mediodía. Mi criado, Aldwyn, se encargaba de llevarme la lanza y el escudo de cinchos de acero pintado con la cabeza de lobo de Bebbanburg. Yo sólo llevaba mi fiel espada,Hálito de Serpiente, ceñida a la cadera izquierda, pero tenía que andarme con cuidado, porque la guarda estaba tan caliente que resultaba casi imposible tocarla. Con su cimera adornada con la testa lobuna de plata, el casco se bamboleaba pesadamente en el pomo de la silla de montar; el interior, que me cubría por entero la cabeza, también iba acolchado con cuero, y sus dos carrilleras, anudadas por encima de la boca, impedían que el enemigo viera otra cosa que mis ojos, asomados a un marco de acero reforzado. El yelmo ocultaba el sudor y las cicatrices de toda una vida dedicada a la guerra.
Pero sí les regalaría la vista otras cosas: la cabeza de lobo, la torques de oro en el cuello y los gruesos brazaletes ganados en combate. Sabrían a quién tenían enfrente, y los más valientes, o los más estúpidos, desearían acabar conmigo para cubrirse de fama y obtener el lustre que mi muerte habría de aportarles. Precisamente por eso había ascendido a aquella loma en compañía de ochenta y tres hombres, para que todo el que quisiera liquidarme tuviera ocasión de lucirse ante mis guerreros. Éramos soldados de Bebbanburg, la salvaje manada de lobos de las tierras del norte.
¡Ah, y un cura! Montado en uno de mis garañones, el clérigo no iba armado ni vestía cota de malla. Con la mitad de mis años, sin embargo, a sus sienes habían ascendido ya varias pinceladas grises. En su rostro alargado y perfectamente rasurado brillaban, perspicaces, dos ojillos astutos. Vestía una negra túnica talar, alegrada por el destello de la cruz de oro que llevaba al cuello.
–¿No tienes calor con ese manto? –gruñí, reteniendo el ánimo irascible que notaba crecer en mi interior.
–Hombre, un poco incómodo sí que estoy... –repuso el aludido.
Hablábamos en danés, su lengua materna, que yo conocía desde la infancia.
–¿Por qué demonios me veo siempre luchando en el bando equivocado? –exclamé.
El sacerdote sonrió al escuchar mi queja.
–Ni siquiera vos podéis escapar del destino, lord Uhtred –respondió ceremoniosamente–. De grado o por fuerza, habréis de cumplir la obra de Dios.
Me mordí la lengua para no responderle airadamente y opté por clavar la mirada en el amplio valle pelado, cuyas pálidas peñas heridas por el sol ceñían la relumbrante cinta de plata de un arroyo. Un puñado de ovejas pastaba en la vertiente oriental de la cañada. El pastor, que nos había visto, trataba de llevarse lejos al rebaño, hacia el sur, a cualquier sitio que no fuéramos a arrasar. Sin embargo, el bochorno había dejado aturdidos, exhaustos y sedientos a sus dos mastines, así que todo lo que conseguían era sembrar el pánico entre los corderos en lugar de conducirlos a lugar seguro. El rehalero nada tenía que temer de nosotros, pero no lo sabía... Y no lo culpo, porque lo que había visto en la cima del monte era a un cerrado grupo de jinetes con centelleantes armas, lo que sin duda ha de inquietar al más intrépido. Por lo más hondo del valle, avanzaba, recta como el asta de una sarisa caída a un costado del riachuelo, la antigua calzada romana, convertida ahora en poco más que una pista de tierra batida bordeada por losas semienterradas y cubiertas de maleza. Algo más allá, el camino torcía a poniente, justo al pie del alcor sobre el que nos habíamos apostado. Con las alas oblicuamente desplegadas en la tórrida atmósfera, un halcón comenzó a describir círculos en la vertical de la curva de la vía imperial. Al sur palpitaba el aire de la lejana línea del horizonte.
De esa vibración irreal surgió de pronto uno de mis exploradores, a galope tendido, lo que sólo podía significar una cosa: que se aproximaba el enemigo.
Hice retroceder a mis hombres y al cura hasta situar nuestra silueta por detrás de la línea del horizonte. Cogí el pomo deHálito de Serpiente, saqué un palmo de acero de la vaina y dejé que regresara mansamente a su