PRÓLOGO
El Pireo
Él fue el último ateniense. Y todavía lo es, siempre que se pueda considerar como tal a una caja llena de huesos. En vida respondió al nombre de Temístocles, el arquitecto de la mayor batalla naval jamás librada. Hoy, sus restos yacen sepultados en terreno ateniense, en un lugar secreto a las afueras de las murallas del puerto de El Pireo, donde, según se rumorea, descansa un hombre que murió en el exilio. La familia de Temístocles, según dicen, había exhumado los huesos de su primera tumba, en el extranjero, para enterrarlos delante de las narices de las autoridades.
La treta a buen seguro logró dibujar una sonrisa en la boca de la calavera, pues ¿quién era más astuto que Temístocles entre todos los ingeniosos atenienses? Nadie, a excepción, quizá, del viajero cuya embarcación navegaba una mañana de verano del año 430 a. C.1 frente al lugar donde se hallaba el sepulcro de Temístocles. El espectador era el hombre que colocó al artero estratega en aquel lugar, y que bien podría estar dando gracias a los dioses, allí, situado en una cubierta barrida por el viento, mientras miraba hacia el último ateniense que viese jamás.
Herodoto, que así se llamaba, no había contemplado el fin de los atenienses, pues Atenas reinaba en el mar y él había pasado su vida recorriendo las rutas marítimas. Pero desde la posición que ocupaba en la nave podía otear el lugar donde se situaba el más lúgubre campo de batalla naval de entre todas las libradas por Atenas. El canal, situado frente al lugar donde descansaban los huesos de aquel gran hombre, fue donde Temístocles, cincuenta años antes, había jugado con la existencia de la propia Atenas durante el transcurso de un solo día. A Herodoto, en cubierta, le bastaba con volverse hacia occidente para ver el lugar alzándose como una roca: Salamina.
Parecía más una fortaleza que una isla. Solamente la separa del continente una delgada tira de agua azul: el estrecho de Salamina. Independiente en otros tiempos, la isla ya hacía mucho tiempo que pertenecía a Atenas, cuyo dominio se extendía en la otra orilla del angosto canal. En ese paso marítimo, en el año 480 a. C., tuvo lugar una batalla en el lugar exacto que había previsto Temístocles. A principios de otoño, cuando los días y las noches duran exactamente el mismo tiempo, un millar de barcos de guerra combatieron para decidir el futuro de Grecia. Por un lado, la invasora Persia, que se había propuesto añadir los estados helenos al más vasto imperio que había conocido el mundo; por el otro, los tenaces nativos que luchaban a muerte por preservar su libertad. El día amaneció con luz blanquecina; doce horas después, un sol rojizo se puso en el horizonte, con los restos de una de las flotas huyendo del estrecho mientras la otra la perseguía, hostigándola.
Si la batalla hubiese discurrido de otro modo, Grecia habría sido gobernada por reyes y reinas. Uno de estos monarcas fue Jerjes, el Gran Rey de Persia, que presenció la batalla desde la costa.
La otra era Artemisia, reina de Halicarnaso (la actual Bodrum, en Turquía), dama y capitana de guerra que participó en el combate..., una de las escasas mujeres que, a lo largo de la historia escrita, han gobernado un navío de guerra en batalla.
Entonces, cincuenta años después, Atenas se desangraba. Sólo un artista de la huida, como era Herodoto, habría podido realizar la hazaña de que un mercante atracase en El Pireo durante una plaga y, algo más difícil si cabe, conseguir una plaza a bordo.
Herodoto, tras toda una vida de viajes, había aprendido algo más que obtener simples recursos. El hombre ya había cumplido los cincuenta,2 lucía barba luenga,3 tenía el rostro delgado y curtido por la intemperie, y las entradas de su cabello eran cada vez más pronunciadas, revelando la existencia de una frente surcada de arrugas. Herodoto vestía un capote que formaba pliegues sobre su túnica,4 botas resistentes y un sombrero de ala ancha.
Al llegar a Atenas y encontrarse la ciudad sufriendo el asedio de un ejército enemigo, Herodoto probablemente habría decidido no permitir que le afectase el asunto. Aquella guerra sería simplemente otra más, el colofón de una serie de enfrentamientos que sostenía Atenas con otras ciudades griegas rivales. Herodoto sabía que esas inexpugnables murallas conectaban el puerto de El Pireo con Atenas, a casi cinco kilómetros de distancia. La flota ateniense dominaba los mares y enviaba en convoyes todos los suministros que la ciudad pudiese necesitar, ya fuese pescado de Sicilia, grano de Crimea o artículos de lujo de Lidia. No había nada que estuviese demasiado lejos ni que fuese demas