CAPÍTULO 2
Siete años antes. En algún lugar de la costa del sur de Dalmacia
Ingvar Bjorson tiene frío. No es de extrañar: cae la noche y está empapado. Pero una tiritera es poca cosa comparada con lo que ha recibido la mayoría de sus compañeros: la muerte.
Todo se había ido al infierno justo cuando el sol alcanzaba su cénit. En ese momento, como si aquella luz despertara a los demonios de la tempestad, el cielo se cubrió de nubes que pronto iluminaron los relámpagos. El dromon en el que navegaban era uno de los dos que componían la comitiva del obispo Teodosio y el espatario Teófanes, embajadores del emperador ante el rey de los francos, y fue lanzado por el furioso vendaval hacia la costa que había a sotavento. Fue zarandeado, empotrado en los escollos afilados y despanzurrado contra las olas; luego fue arrancado y arrojado miserablemente, como un informe montón de desechos, a la playa de guijarros que se extendía tras las rocas.
Había supervivientes, sí. Siempre hay quien se empeña en sobrevivir a cualquier maldita calamidad. Incluso a una tormenta y su correspondiente naufragio. Sobre la playa, entre los restos del dromon, más o menos ensangrentados y rotos, muertos o medio muertos, quedaron unos cuantos cuerpos empapados. Uno de ellos era el suyo y, gracias a Odín, no estaba entre los más machacados.
Ingvar se levanta. Tiene un feo corte en la frente y le duelen todos los huesos. Pero está vivo. Mira a un lado y a otro, intentando aguzar la vista para traspasar la cortina de lluvia y viento, y comprueba que hay poco de lo que alegrarse. Al menos, su obsesión por no separarse de su larga espada le parece ahora un consuelo y no una manía de lunático.
Una hora después, cuando deja de llover, los treinta y siete supervivientes se han organizado un poco. Han arrastrado a los heridos hasta un refugio improvisado, un simple abrigo bajo la pared de un farallón; han recogido y alineado a los muertos escupidos hacia la playa por las olas, y han salvado y amontonado todo lo que les puede resultar útil. No es mucho.
La noche es terrible. Gemidos de hombres con huesos rotos y músculos aplastados, con heridas abiertas, con un resto de vida que se les escapa... Frío y hambre. Y miedo. Están en la salvaje costa de Kravunia; y aunque fuera otra, los habitantes de cualquier costa siempre han asesinado y robado a los náufragos.
Cierto es que poco podrían robarles ahora, pero eso no es un gran consuelo en el lugar más bárbaro y olvidado de la costa dálmata. Aquí, desde hace dos siglos, sólo hay ruinas de ciudades romanas y clanes de brutales eslavos que se mueven entre ellas como lobos hambrientos. Gentes extrañas, paganas y violentas.
Paganas y violentas. Ingvar sonríe torcidamente al escuchar esa definición de boca de un oficial romano. ¿Acaso no le cuadra también a él? Sí, él, Ingvar, es pagano y es violento. Pero al fin y al cabo también es unrhos, un varego al servicio del emperador, y eso dignifica. Y, sobre todo, tranquiliza mucho a un oficial romano.
La mañana no trae nada nuevo, salvo que luce el sol. Aparte de eso hay poco que celebrar. Entierran a los muertos y el kentarca, capitán del dromon (¿por qué habrá sobrevivido el muy cabrón?), organiza en escuadras a los supervivientes: una es enviada al interior en busca de comida y agua, otra se queda en el campamento cuidando a los heridos, y una tercera, encabezada por el propio kentarca, se dirige a la playa para tratar de alcanzar los afilados escollos en los que se ha quedado clavada, literalmente, la mitad del barco.
La idea es simple: nadar hasta esos restos y salvar lo que pueda servir para algo.
Ingvar está junto al kentarca y lo sigue cuando éste se arroja a las olas. Nadan junto a otros seis hombres hasta los escollos, pero no es fácil ni seguro. El mar bate con fuerza y bastaría con un mal cálculo, con un golpe de mala suerte, con una leve imprudencia, para terminar con la cabeza abierta y el agua salada llenándote los pulmones.
Pero nadie calcula mal, nadie tiene mala suerte, nadie es imprudente. Así que abordan los restos de la proa del dromon y media hora más tarde han reunido todo lo que valía la pena reunir: un puñado de armas y herramientas, clavos, cuerdas, alimentos mojados, un ánfora intacta con aceite de oliva y otra que contiene vino... y dos problemas. Dos grandes y complicados proble