Prólogo a esta edición1
Una existencia sobre el volcán
La expresión alemana «bailar sobre el volcán» es equivalente a «jugar con fuego», vivir al límite, correr riesgos extremos... Extendiendo un poco la metáfora, podemos pensar también en «vivir mirando al abismo», en palabras de Nietzsche; decía que, si se hacía en exceso, el abismo acababa devolviéndote la mirada. Así puede decirse que fue la vida del segundo hijo de Thomas Mann, él mismo conocedor de la tentación de asomarse al borde del abismo como efecto de una especie de atracción fatal que se cernía sobre toda la familia. Es curioso hasta qué punto encontramos rasgos de carácter de las personas reales proyectados en la ficción que muchos de ellos escribieron, y resulta casi imposible hablar de los vástagos del Premio Nobel sin referirse también a él y sin vincularlos entre sí.
Klaus Heinrich Thomas Mann, apodado «Eissi» y no en vano portador de los nombres de su padre y su tío (a su vez, los dos nombres del padre de ambos), nació el 18 de noviembre de 1906, casi un año exacto después de la primogénita, Erika (9 de noviembre del año anterior), favorita del padre hasta que llegó Elisabeth, «la niñita», en 1918. Sin ser Klaus nunca su ojo derecho precisamente, el padre dice de él en sus diarios que «Eissi es el más dulce de nuestros niños, con todos mis respetos hacia la sensata Erika»; y, ya de adulto, elogiaría en alguna ocasión su valor (por ejemplo, por reconocer su homosexualidad sin tapujos desde muy joven) y su talento, si bien Klaus recuerda en su segunda autobiografía (El punto de inflexión [Der Wendepunkt], de 1942) que la máxima expresión de cariño que le dedicó su padre fueron, en una despedida, estas palabras: «Vuelve a casa, si eres desgraciado», como dando por hecho que, sin lugar a dudas, lo sería. Hoy que conocemos en detalle las vidas y obras de ambos, cabe interpretar estas palabras como que «el Mago» –así apodaban a Thomas Mann sus hijos, aparte de T. M. (sic)– adivinaba en su hijo todos aquellos peligros de los que él consiguió escapar mejor (y mejor también que los personajes de sus novelas, a menudo proyecciones de ese peligro mortal).
En su biografía familiar, Marianne Krüll señala la sensación de desamparo y de terror a la oscuridad que marcó a Klaus por la conciencia tempranísima de la «cercanía de la muerte»,2 que él mismo describe en su primera autobiografía (Hijo de este tiempo, de 1932). Los terrores infantiles de Eissi (a quien Erika metía más miedo todavía, contándole historias macabras con las que él, a su vez, atormentaba luego a Golo, tres años menor), no sólo fueron fruto de su desbordante imaginación, sino también de la ausencia real de la madre, Katia, quien prácticamente desde el nacimiento de Monika, en 1910, tuvo que pasar casi dos años de repetidos ingresos en sanatorios de los Alpes por problemas de tuberculosis.3 Los cuatro hermanos, aún muy pequeños, pasaban el día solos, a cargo de niñeras autoritarias y nada cariñosas, en la casa de campo de Bad Tölz, con mucho miedo de no volver a ver su madre; miedo reforzado porque, en enero de 1909, había fallecido en circunstancias dudosas el hermano preferido de ésta, su tío Erik Pringsheim, al que todos querían mucho;4 y, además, en 1910 se suicidó la tía Carla, una de las hermanas del padre (aunque estaba más unida a Heinrich). Carla había fracasado como actriz y era adicta a la morfina, y no pudo superar un fracaso amoroso que no era el primero ni el segundo. De ninguno de estos casos se quería hablar en la casa, pero el tabú no hizo sino impregnar de oscuridad el ambiente familiar, alimentando las fantasías truculentas y el desasosiego vital que marcó, más que a ninguno, a Klaus.
En 1915, estuvo él al borde de la muerte, desahuciado después de una cruenta operación de urgencia de peritonitis, aunque sobrevivió gracias a que su madre, ya recuperada y en casa hacía un par de años, pasó la noche entera dándole friegas con agua de colonia para bajarle la fiebre; tal vez el pequeño vivió aquella noche, de manera subconsciente, como la anhelada muestra de amor y señal de que vivir merecía la pena.5 Thomas Mann recoge el do