II
Me resulta extraño pensar que en mi casa, en un cajón del escritorio, hay un montón de poesías y una trage dia empezada titulada «Saúl». Les dediqué muchas noches, al fin y al cabo casi todos hemos hecho algo parecido; pero ahora me parece tan irreal que ya no puedo imaginármelo.
Desde que estamos aquí, nuestra vida anterior ha quedado atrás sin que nosotros hayamos tomado parte en ello. A veces intentamos tener una visión general y una explicación para esa vida, pero no lo conseguimos. Precisamente para nosotros, chicos de veinte años, nada está claro; para Kropp, Müller, Leer, para mí, para todos aquellos a quienes Kantorek señala como la juventud de hierro. Los mayores están atados firmemente a su pasado, poseen un patrimonio, mujer, hijos, profesión e intereses, unas ataduras tan fuertes que la guerra no puede romperlas. Pero nosotros, los chicos de veinte años, sólo tenemos a nuestros padres y, algunos, una novia. No es mucho, porque a nuestra edad la autoridad de los padres está en su punto más débil y las chicas aún no nos dominan. Fuera de esto, no teníamos mucho más; algunas fantasías, algunas aficiones y la escuela, nuestra vida no llegaba más allá. Y no ha quedado nada de todo eso.
Kantorek diría que nos hallamos precisamente en el umbral de la existencia. Es algo así. Aún no habíamos echado raíces. La guerra nos ha barrido. Para los demás, mayores que nosotros, es una interrupción, pueden pensar más allá de la guerra. Pero de nosotros se ha apoderado, y no sabemos cómo terminará. Lo único que sabemos, de momento, es que nos ha embrutecido de un modo extraño y triste, aunque ya ni siquiera nos entristezcamos a menudo.
Aunque Müller quiera quedarse con las botas de Kemmerich, eso no significa que sea memos compasivo que otro a quien el dolor impida pensar en ello. Él es capaz de pensar con la cabeza. Si a Kemmerich las botas le fueran de utilidad, Müller correría descalzo por encima de una alambrada antes que tramar nada para quitárselas. Pero ahora las botas son algo que nada tiene que ver con el estado de Kemmerich, mientras que Müller les sacaría provecho. Kemmerich morirá, sea quien sea el que se quede con ellas. ¿Por qué Müller no debe ir tras ellas si tiene más derecho que cualquier enfermero? Cuando Kemmerich muera, será demasiado tarde. Por eso Müller ya se ha puesto en guardia.
Hemos perdido el sentido de las demás relaciones porque son artificiales. Únicamente los hechos cuentan para nosotros. Y las buenas botas no abundan.
Antes era distinto. Cuando fuimos a la Comandancia de distrito, éramos todavía una clase de veinte muchachos que, orgullosos, fueron juntos a la barbería a afeitarse —algunos por primera vez— antes de entrar en el cuartel. No teníamos planes sólidos para el futuro, y eran pocos los que pensaban ya en una carrera o un oficio que diera forma a su vida; en cambio, estábamos llenos de ideas inciertas que, a nuestros ojos, daban a la vida e incluso a la guerra un carácter idealizado y casi romántico.
Durante diez semanas recibimos instrucción militar, y en ese tiempo nos formamos de un modo más decisivo que en diez años de escuela. Aprendimos que un botón reluciente es más importante que cuatro volúmenes de Schopenhauer. Al principio, sorprendidos; luego, indignados, y finalmente indiferentes, constatamos que lo decisivo no parecía ser el espíritu sino el cepillo de las botas, no el pensamiento sino el sistema, no la libertad sino la rutina. Nos habíamos alistado con estusiasmo y buena voluntad, y, sin embargo, hicieron lo posible para que nos arrepintiéramos. Al cabo de tres semanas ya no nos resultaba inconcebible que un cartero con galones tuviera más poder sobre nosotros que el que antes poseían nuestros padres, nuestros profesores y todos los círculos culturales juntos, de Platón a Goethe. Con nuestros jóvenes ojos alerta, vimos que el concepto clásico de patria de nuestros maestros se plasmaba allí en un abandono tal de la personalidad que ni el más humilde de los sirvientes hubiera aceptado.
Saludar, cuadrarse, desfilar, presentar armas, dar media vuelta a la derecha, media vuelta a la izquierda, golpear con los tacones, aguantar insultos y montones de humillaciones; nos habíamos imaginado de otro modo nuestra misión, y nos encontramos con que nos preparaban para el heroísmo como si fuéramos caballos de circo.
Aunque pronto nos acostumbramos. Incluso comprendimos que u