Capítulo 1
La estirpe de Marte
Roma nos enseñó que la peor derrota
es no aprender de los errores
La que se consumó el 2 de agosto de 216 a. C. en Cannas (Apulia), fue un enfrentamiento entre dos superpotencias. Por una parte, Roma, cuya fama militar no tenía igual, y por la otra, Cartago, cuyo destino estaba en las manos de Aníbal, uno de los estrategas más grandes de todos los tiempos. Un comandante moderno, al que definir como bárbaro, en la acepción que los romanos daban al término, es una provocación. Si acaso podía serlo como entendían los griegos a aquellos que no eran griegos, aunque conocieran su lengua. Y Aníbal hablaba y leía griego. Probablemente, también pensaba en griego: había estudiado las tácticas militares macedonias y las había aplicado en la construcción de un ejército ágil y flexible.
Llevar la guerra al territorio enemigo había sido una idea genial de Aníbal después de las derrotas cartaginesas de la primera guerra púnica. Así, en el 218 a. C., había cruzado los Alpes con un poderoso ejército de cien mil hombres y unos cuarenta elefantes de guerra. Desde aquel momento, de victoria en victoria, la armada cartaginesa había comenzado a acercarse al corazón de la República. En un cierto momento, Aníbal había tenido la posibilidad de apuntar directamente hacia Roma, pero sabía que asediarla habría sido un azar y un riesgo demasiado grande, sin haber ganado primero el apoyo de las tribus itálicas. Por eso se había dirigido a Apulia, con la intención de establecer una alianza con las poblaciones locales.
Por toda respuesta, Roma movilizó ocho legiones y constituyó una armada de casi noventa mil hombres, entre infantes y caballería, a las órdenes de los cónsules Lucio Emilio Paulo y Cayo Terencio Varrón.
A continuación, los historiadores antiguos identificaron en este doble mando el origen de la catástrofe. Emilio Paulo, de clase noble, fue descrito como un hombre cauto, reacio a afrontar a los cartagineses en una batalla campal. Por el contrario, el plebeyo Varrón fue pintado como un decisionista arrogante, y a él se atribuyó la voluntad de enfrentarse a Aníbal, despreciando cualquier prudencia. Dejando de lado las simpatías aristocráticas ocultas detrás de esta versión de los hechos, es indudable que la fuerza de las tropas se resintió por el desacuerdo entre los cónsules, y quizás aún más por su alternancia cotidiana al mando. Unvulnus que no debió escapar al astuto Aníbal.
Y así sucedió que aquel día los romanos conocieron la peor derrota de su historia. Con una maniobra en pinza que aún hoy es estudiada en las academias militares, Aníbal cercó y destruyó todo el contingente adversario; según el historiador Tito Livio, los legionarios caídos fueron casi cincuenta mil. Es opinión común que los romanos constituían una formidable maquinaria de guerra: el ejército más poderoso del mundo antiguo, el más disciplinado y el más tecnológicamente avanzado. Y, además, los romanos estaban convencidos de ello; tanto que, cuando al día siguiente de la batalla las voces de la derrota comenzaron a llegar a Roma, la ciudad se hundió en el miedo y la incredulidad. «Nunca con la ciudad a salvo hubo tanto terror y tumulto dentro de los muros de Roma», escribe Tito Livio. Para evitar que, como una enfermedad contagiosa, se extendiera el pánico, se instituyó el toque de queda y se hicieron incluso sacrificios humanos, práctica ajena a los usos romanos, más para aplacar los ánimos de la población que a los dioses.
No era la primera gran derrota que Roma sufría a lo largo de su historia, y sufrirá otras incluso en momentos de mayor esplendor, en muchos casos destinadas a repercutir gravemente sobre su destino. Como tiempo después con la derrota de Teutoburgo (9 d. C.), en el apogeo de la edad dorada augustea, que significó la renuncia definitiva al proyecto de conquista de Germania: una modificación de la estrategia geopolítica romana que se habría revelado fatal cuatro siglos después.
Aun así, hasta que la decadencia socavó su fibra moral, Roma fue casi siempre capaz de trastocar en su propio beneficio la experiencia de la derrota, incluso más, pues eran capaces de analizar los errores y de reconstruir a partir de ellos nuevas estrategias. Ninguna otra ciudad-estado de la antigüedad habría podido levantarse después de una derrota como aquella de Cannas. Roma perdió un quinto de sus ciudadanos en edad de reclutamiento y el apoyo de la mayoría de las poblaciones de la Italia meridional, que se apresuraron a pasarse del lado de los cartagineses. Pero Roma supo reaccionar. El historiador Silio Itálico reproduce las palabras de ánimo que el cónsul y dictador Fabio Máximo dirigió a los ciudadanos: «Abandonarse a la adversidad no es digno de hombres qu