PROFECÍAS
–¡No queríamos la guerra! ¡No queríamos la guerra!
La voz de la dárdana resonaba como una letanía cadenciosa, alterando la serenidad de la travesía. Sus ojos se perdían en el cielo limpio del atardecer, en el que se destacaban los vuelos circulares de las gaviotas.
–Amordazadla.
Llevaba más de una hora así y la paciencia de Aquiles se había agotado. Dos mirmidones se levantaron al instante, pero el líder aqueo se adelantó y, con sus propias manos, arrancó un jirón de tela de su túnica.
–¡Nuestro caudillo responderá y cumplirá con su destino! –gritó la mujer antes de que consiguiera atar la mordaza–. ¡Eneas irá a Troya y os derrotará! ¡Eneas!
Después, leves gemidos y, por fin, el silencio, sólo roto por el viento que agitaba la vela y los crujidos de las maderas.
De vuelta a su asiento, el aqueo centró su atención en la lira, el hermoso instrumento que había obtenido en el saqueo de Tebas Hipoplacia. Ajustó el clavijero de plata y rasgó las cuerdas haciendo sonar una sencilla melodía. Satisfecho, la devolvió a su estuche y se volvió hacia Automedonte, su auriga. Una idea le rondaba la cabeza.
–¿Se refiere al mismo Eneas?
Cerca del monte Ida, los ejércitos aqueos se habían topado con un grupo de pastores liderados por un hombre llamado Eneas. Tras una breve escaramuza, los pastores huyeron y se refugiaron en Lirneso, convirtiéndola así en el siguiente objetivo de los mirmidones.
–Imagino que sí. –Automedonte asintió–. Tiene orígenes reales. Los dárdanos creen en una profecía que dice que algún día será rey de Troya, o algo así. Eso contaron las esclavas.
Aquiles miró a la mujer y sonrió.
–¿Con quién piensa ir tu pastor a Troya? ¿Con sus rebaños?
La dárdana se alteró y abrió los ojos de forma desmesurada. Volvieron los gemidos, amortiguados por la tela que apretaba su boca.
–Lo seguirán los guerreros de Dardania –intervino Briseida, otra de las mujeres que habían apresado. Viuda de Mines, rey de Lirneso, era parte del botín personal de Aquiles. Él mismo la había elegido tras matar a su esposo.
El comandante la observó detenidamente. Ella se mantuvo firme, hermosa y desafiante.
–Los dárdanos que hayan sobrevivido a nuestras lanzas... –puntualizó al fin. Los ojos de ella brillaron en recuerdo de los asesinatos.
–Son muchos, te lo garantizo. Has prendido el fuego que os consumirá. –Briseida habló con voz pausada, pero segura.
–Tienes la lengua rápida, mujer –repuso Aquiles–. ¿Vas a darme problemas?
–Más de los que puedas imaginar.
Se mantuvieron la mirada durante unos instantes. Finalmente, Aquiles carcajeó, y sus compañeros rieron con él. Relajada la tensión, tomó de nuevo su lira y, aclarándose la voz, entonó una canción que hablaba sobre Hércules y su amigo Telamón.
Patroclo, siempre presto a servirlo, sacó vino, hizo una libación a Poseidón y le llenó la copa. Luego se acercó a Briseida, que permanecía maniatada junto al resto de mujeres.
–Lo acabarás amando tanto como ahora lo odias –le susurró mientras apoyaba una mano en su hombro–. Él produce ese efecto en las personas: se le ama y se le odia a partes iguales, créeme.
De inmediato se apartó, y Briseida pudo recrear