Capítulo 2
La espada bajo la almohada
Sakura Tomokyo está agotado.
Ha pasado un día entero viajando.
Antes podía recorrer muchas millas sin apenas acusar el cansancio, pero siente que no tiene la misma energía de hace unos años. Y Heian-kyo está bastante alejado de su feudo, en Choshû.
Aspira el aire que llega del mar. Le gusta ese olor, que presagia la inminente llegada a la casa del clan del cerezo.
Después, escucha el bramido de las olas estrellándose contra las rocas. Ha añorado mucho el rugido del mar, el lenguaje de los muertos.
Un siervo lo espera.
Cuando ve a la niña en brazos de su señor, inclina la cabeza hacia delante, baja la mirada, tensa mucho la espalda y ofrece ambos brazos para que el samurái le entregue a la pequeña. Pero, en vez de eso, Sakura ordena:
–Ve a por la espada y llévala a la estancia más al este, la que da al mar. Luego ya sabes lo que tienes que hacer: ponla bajo la almohada.
Por un momento, el siervo mira con ojos brillantes a su señor, y corre a buscar la espada cortawakisashi. Luego se dirige a la estancia desde donde se pueden apreciar las olas lejanas rompiendo en el horizonte y la coloca en la cama, bajo la almohada de madera de cipréshinoki.
Un samurái siempre duerme con su espada.
Mientras la niña sueña, la tarde declina, y el señor de Sakura se sienta en el jardín recordando a su mujer muerta. Observa con calma las flores que ella plantó y siente cómo su corazón se desborda como las olas en el mar.
Luego llama alkataribe y le ordena que se lo narre de nuevo.
Es un hombre anciano, de mirada acuosa, que camina apoyado en un bastón. Puede adivinar el futuro, pero no puede cambiar el pasado.
Aun así, domina el poder mágico de las palabras. Su voz es ronca y tiene el poder de llevar lejos, muy lejos...
Ella era hermosa, tan hermosa como las garzas blancas que emigran al sur durante el invierno, tan hermosa como las carpas rojas del estanque dorado.
Ella era esposa y guerrera.
Su cabello era de noche y su cutis, de fina arcilla.
Se movía dentro del kimono como si su alma la habitaran mil mariposas.
Ella amaba a mi señor, y el niño que llevaba en su vientre también.
Aquel fatídico día se perdió en el mar de árboles.
Las ramas la atraparon, el dosel verde la cubrió.
Hombres a caballo la cercaron.
No pudo defenderse, su vientre fue atravesado por la espada.
El bosque quedó en silencio.
Ya no existió más la risa de Minosuke, mi señora, y ella y su pequeño nonato se convirtieron en fantasmas.
El señor de Sakura alza la mano, y el anciano calla.
En mil batallas ha curtido su corazón, pero aquella herida es tan profunda que nunca podrá sanar.
–Retírate.
–¿Desea el poderoso señor de la casa del cerezo que descorra el velo de su destino? –pregunta elkataribe con la cabeza inclinada en señal de respeto.
–Anciano, mi destino, como el de cualquier guerrero, está ya escrito en el viento de la batalla.
–Mi honorable amo –responde elkataribe–, es una sabia decisión no desear conocer el instante en el que seremos llamados a presencia de los dioses. Sería una terrible maldición que conociéramos la hora y el día de nuestra muerte. Es anacrónico, gran señor, pero ningún adivino conoce la fecha exacta de su muerte...
Una furtiva tos interrumpe al anciano. Sus manos tiemblan buscando un pañuelo en el bolsillo de su deslucido kimono.
–Calla ya, viejo –espeta de pronto el samurái con voz tan cortante como el filo de una espada–. No soporto tu tos y sobrellevo mal tu burda presencia.
Sakura mira al cielo. A lo lejos, emergiendo de la marea de nubes, la serena sombra de un pájaro en vuelo.
No recuerda cuántos años ha existido aquel viejo en el clan del cerezo. Ni siquiera recuerda su nombre, pero aquel viejo ya era viejo cuando Sakura Tomokyo era niño y entrenaba con los generales de su padre par