Sayb ab-dira’ (I)
Lepanto, 7 de octubre de 1571. La batalla de la que puedo hablar
El día ha amanecido gris y mi cabeza, cargada de fiebre. Dormito en una de las sucias hamacas que cuelgan en la abarrotada bodega del barco. Llevo aquí toda la noche, entre cajas y baúles, armas y mercancías. El mar enfadado zarandea la nave. Todo me da vueltas. Son ya varios días con temperatura alta y un intenso dolor de cabeza. Cierro los ojos, aprieto los párpados y me obligo a dormir, pero no lo consigo.
Al cabo de un rato, oigo gritos en cubierta. Están llamando a los soldados; nos llaman a ocupar los puestos. Parece que la lucha es inminente. ¡He de subir! Hemos estado jugando al ratón y al gato con nuestros enemigos demasiado tiempo por todo el Mediterráneo. Sé que estábamos a punto de abandonar la misión porque no dábamos con ellos. Intuyo ahora, por el nerviosismo de las voces, que los tenemos a la vista. Como puedo, me incorporo, me recompongo las ropas y el uniforme. El coselete se me resbala de las manos, torpes.
–¡Miguel! ¡Tienes que quedarte aquí! Estás ardiendo de fiebre.
Entiendo por la mueca en su cara que mi hermano Rodrigo me está gritando, pero lo escucho muy lejano. Ni siquiera me había dado cuenta de que estaba aquí, conmigo, en la humedad de la bodega.
–Vuestro hermano tiene razón. No es prudente. Es mejor que descanséis. No subáis.
Ahora quien habla es el físico de la galera. Tampoco a él lo había visto antes. Me dice que no suba... ¿No subir a cubierta? ¿Cómo desperdiciar una ocasión como ésta? ¿Quedarme tumbado? ¿Un soldado como yo, a punto de cumplir su primera misión oficial formando parte de una liga? Y no de una liga cualquiera..., ¡de la Santa Liga! ¡La coalición entre España, Venecia y el papado combatiendo a los herejes musulmanes! ¿He de quedarme aquí abajo, descansando? Ni hablar. No. Voy a subir.
–¡No! ¡Voy arriba!
Sin detenerme a escuchar sus quejas, me coloco el peto, cojo las armas y echo a correr hacia la escalerilla. Una vez en cubierta, el aire del mar me reconforta. Inspiro profundamente, hasta llenar los pulmones con el frescor de la mañana. No deben de ser más de las nueve o las diez. Me abandono unos segundos en el olor de la sal, en el sabor de la saliva impregnada de sal y en el rugido de la furiosa agua salada. Todos mis sentidos se despiertan al momento. Sigo las indicaciones de los mandos. Me han colocado en el lugar más peligroso, en la torreta de proa, a estribor; y estoy preparado para el enfrentamiento.
Me sitúo delante de los arcabuceros. Sé que el lugar que me han asignado está entre los que lanzan bombas incendiarias. Me acerco al extremo dando tumbos, procurando mantener el equilibrio ante el envite de las olas. Si caigo al mar, las posibilidades de sobrevivir son pocas, especialmente por el peso de las piezas metálicas de protección que llevo puestas. Me tiemblan las piernas por la tensión, y por la fiebre, pero sigo hasta que el salpicar del agua moja mis pies. A mí, como me consideran un novato, me han adjudicado el lanzamiento de piñas. No soy novato, sino un soldado ya experimentado, y no estoy de acuerdo..., pero lo acepto, porque ellos no lo saben. Mi tarea consiste en entretener al enemigo mientras los nuestros preparan sus armas, pues la carga del arcabuz requiere dedicación y habilidad. Así, mientras unos cuantos vamos lanzando objetos cerámicos con explosivos en su interior, les damos tiempo para aparejar el arma.
El timonel maniobra con maña para situar la nave frente a la media luna de barcos turcos que se han colocado con celeridad frente a nosotros. Nuestra disposición será en forma de cruz. Cada uno con su religión a cuestas, frente a frente.
Los cercamos poco a poco hasta que no tienen escapatoria, y nosotros, tampoco. Nos estamos aproximando demasiado, peligrosamente, a ellos. Empiezo a distinguir sus rostros desencajados por la tensión del momento. Llevan menos protección metálica que nosotros, porque prefieren tener la opción de nadar si caen al agua.
–¡Bogando a toda palamenta!
Como si todo hubiera estallado de repente, rompiendo el zumbido constante que me ensordecía en la bodega, escucho los gritos desesperados de los que se encargan de tomar las decisiones: «¡A toda palamenta!». Los galeotes bogan en popa, en mediana, y enloquecidos en proa. Todo se sucede con una tremenda rapidez. La flota entera, no sólo nuestro barco, se agita tanto que las naves parecen garbanzos dentro de un enorme puchero hirviendo. Doscientos cincuenta navíos, cargando con noventa y tres mil hombres preparados para matar y dispuestos a morir.
«¡A toda palamenta!». Y los remeros obedecen la orden. La chusma rema con rabia, deseando ver cómo miramos directamente a los ojos de la muerte; nosotros, los hombres de la guerra, los que caminamos libremente por la nave. Ellos nos odian. Son presos, obligados a vivir amarrados a su banco, moviendo remos pesadísimos, cagándose y meándose encima durante semanas, h