CAPÍTULO 2
Dos o tres días después, me encontré con Mara por primera vez en pleno día. Estaba esperándola en la estación de Long Island, en Brooklyn. Eran las seis de la tarde, aproximadamente, hora de verano, extraña hora punta soleada que anima una cripta tan sombría como la sala de espera del ferrocarril de Long Island. Estaba parado junto a la puerta, cuando la avisté cruzando los raíles del tranvía bajo el ferrocarril elevado; la luz del sol se filtraba a través de la horrenda estructura en haces de oro en polvo. Llevaba un vestido de muselina que hacía parecer aún más opulenta su figura llenita; la brisa soplaba ligera por entre su brillante cabello negro y acariciaba su cara, grave y pálida cual tiza, como el rocío de las olas al salpicar un acantilado. En aquel paso rápido y ágil, tan seguro, tan vivo, sentí el animal aflorando a través de la carne con gracia florida y belleza frágil. Ése era su yo diurno, un ser vigoroso y sano que se vestía con la mayor sencillez y hablaba casi como una niña.
Habíamos decidido pasar la tarde en la playa. Temía que hiciera demasiado fresco para ella con aquel vestido ligero, pero dijo que nunca notaba el frío. Nos sentíamos tan felices, que las palabras nos salían como un balbuceo. Nos ha-bíamos apretujado en el compartimento del conductor y nuestros rostros, que casi se tocaban, resplandecían con los ardientes rayos del ocaso. ¡Qué diferente aquel viaje sobre los tejados del mío, angustioso y triste, aquel domingo por la mañana, cuando me dirigía a su casa! ¿Era posible que en tan corto espacio de tiempo pudiera el mundo adquirir un color tan distinto?
Aquel ardiente sol poniéndose en el Oeste... ¡qué símbolo de gozo y calor! Encendía nuestros corazones, iluminaba nuestros pensamientos, magnetizaba nuestras almas. Su calor iba a durar hasta bien entrada la noche, iba a refluir desde debajo del curvo horizonte para desafiarla. En aquel ardiente esplendor le tendí el manuscrito para que lo leyera. No podía haber elegido un momento más favorable ni un crítico más benévolo. Había sido concebido en las tinieblas y recibía el bautismo en la luz. Mientras contemplaba su expresión, sentía tal exaltación, que me parecía como si le hubiera tendido un mensaje del propio Creador. No necesitaba preguntarle su opinión, podía leerla en su rostro. Durante años acaricié ese recuerdo, reavivándolo en los sombríos momentos en que había roto con todo el mundo y caminaba de acá para allá por un ático solitario de una ciudadextranjera, mientras leía las páginas recién escritas y meesforzaba por representarme en las caras de todos mis lectores venideros aquella expresión de amor y admiración sin reservas. Cuando la gente me pregunta si tengo presente un público preciso, al sentarme a escribir, les digo que no, que no tengo presente a nadie, pero la verdad es que tengo ante mí la imagen de una gran multitud anónima, en la que quizá reconozca aquí y allá una cara amiga: en esa multitud veo acumularse el lento y ardiente calor que en cierta ocasión fue una sola imagen: lo veo diseminarse, inflamarse, elevarse hasta una gran conflagración. (La única vez que un escritor recibe la recompensa que merece es cuando alguien acude hasta él ardiendo con esa llama que avivó en un mo-mento de soledad. La crítica sincera no significa nada: lo que uno desea es pasión desenfrenada, fuego por fuego.)
Cuando estamos intentando hacer algo que supera nuestra capacidad conocida, es inútil buscar la aprobación de los amigos. Los amigos están en su elemento en los momentos de derrota... al menos, ésa es mi experiencia. Entonces te fallan por completo o se superan a sí mismos. La pena es el gran vínculo... la pena y el infortunio. Pero, cuando estás poniendo a prueba tu capacidad, cuando estás intentando hacer algo nuevo, el mejor amigo puede resultar un traidor. La propia forma como te desea suerte, cuando sacas a relucir tus quiméricas ideas, basta para desanimarte. Cree en ti sólo en la medida en que te conoce; la posibilidad de que seas más grande de lo que pareces es inquietante, pues la amistad se basa en la reciprocidad. Constituye casi una ley que, cuando alguien se lanza a una gran aventura, ha de cortar todos los lazos. Debe marcharse al desierto y, cuando haya forcejeado consigo mismo, regresar y elegir un discípulo. No importa que el discípulo sea de poca calidad: lo único que importa es que crea implícitamente. Para que un germen brote, otra persona, otro individuo de la multitud, ha de mostrar fe. Los artistas, como los grandes dirigentes religiosos, m