II
Su designación llegó en las postrimerías del otoño. Le sorprendió un tanto verse destinado a la misión en Praga, pues le habían dado a entender que, después de su larga práctica del árabe, podría esperar un puesto en el servicio consular de Levante, donde su singular conocimiento resultaría útil.
A pesar de su desaliento del primer momento, aceptó la suerte con buena voluntad y se incorporó al complicado juego de «sillas musicales» que el Foreign Office practica con tan elocuente impersonalidad.
El único consuelo, magro por cierto, fue comprobar que en su primera misión todos conocían tan poco como él el idioma y la política del país. Su cancillería constaba de dos peritos en Japón y tres especialistas en asuntos latinoamericanos.Todos torcían el gesto melancólicamente, al unísono, comentando los caprichos del idioma checo y contemplaban desde las ventanas de la oficina los paisajes iluminados por la nieve, llenos de un solemne presentimiento eslavo. Estaba ahora en el servicio diplomático.
Sólo había conseguido ver media docena de veces a Leila en Alejandría; entrevistas que resultaban más inquietantes e incoherentes que arrobadoras, por el forzoso secreto que las rodeaba. Debería haberse sentido como un cachorro, pero en realidad se sentía como un patán. Sólo volvió a los campos de Hosnani durante una breve licencia de tres días; y allí, naturalmente, el viejo embrujo malévolo de las circunstancias y el lugar le asió de nuevo; pero tan brevemente como un fugitivo resplandor, después del incendio de la primavera anterior. Parecía que Leila, en cierto modo, se desvanecía, retrocediendo en la curvatura de un mundo que se movía en el tiempo, desprendiéndose de los recuerdos que él tenía de ella.
En el primer plano de su nueva vida se amontonaban los caros juguetes de color propios de su vida profesional: banquetes y aniversarios y formas de comportamiento nuevas para él. Su concentración se estaba dispersando.
Para Leila, en cambio, la cuestión era diferente.Ya estaba tan empeñada en volver a crearse a sí misma para el nuevo papel que había planeado, que todos los días lo ensayaba a solas, en la intimidad de su mente; y advirtió, sorprendida, que estaba esperando con verdadera impaciencia que la separación se hiciera definitiva, que se soltaran los últimos eslabones de la cadena.A semejanza de una actriz insegura de su papel, que espera con febril ansiedad que le toque recitar su parte, ansiaba lo que más temía: la palabra «adiós».
Sin embargo, cuando llegó la primera, triste, carta de él desde Praga, sintió nacer en su interior algo así como un nuevo entusiasmo, porque ahora, al fin, sería libre de sentirse dueña de Mountolive como ella quería: ávidamente, en su espíritu. La diferencia de edad –que se ensanchaba como las grietas que se abren en el mar de hielo– los alejaba rápidamente, impidiendo que se alcanzaran, que se tocaran.
La carne, con su lenguaje de promesas y ternuras limitadas por una belleza que ya no se hallaba en su primer florecimiento, no había dejado huellas permanentes. Pero Leila calculaba que sus poderes interiores serían lo bastante fuertes para conservar a Mountolive en el único sentido especial que es más caro a la madurez, con tal que tuviera el coraje de reemplazar el corazón por el espíritu.Tampoco se equivocaba al comprender que si hubieran sido libres de entregarse a su pasión, sus relaciones no habrían durado más de un año. Pero la distancia y la necesidad de trasladar sus relaciones a nuevo plano tuvo por efecto refrescar la imagen del uno para el otro.
Para él, la de Leila no se disolvió, sino que tuvo una nueva y fascinadora mutación al tomar forma en el papel. Leila mantuvo un ritmo acorde con la manera en que él crecía, en aquellas largas cartas bien escritas y ardientes que solamente revelaban una sed tan punzante como cualquier cosa que la carne está llamada a curar: la sed de amistad, el temor a ser olvidado.
Desde Praga, Oslo, Berna, la correspondencia fluía de un lado a otro con cartas que aumentaban o disminuían de tamaño, pero siempre permanecían fieles a la mente que las enviaba: la mente viva, consagrada, de Leila. Mountolive, que crecía, encontraba que estas largas misivas, en cálido inglés o conciso francés, ayudaban el proceso, lo provocaban. Ella plantaba ideas a su l