SEGUNDA PARTE
Haber escrito tanto sin decir nada de Balthazar es seguramente una omisión, porque en cierto sentido él es una de las Claves de la ciudad. La Clave. Sí, en aquellos días lo tomé tal como era, pero mis recuerdos me dicen ahora que necesita una nueva evaluación. Por entonces había muchas cosas que yo no comprendía y que aprendí más tarde. Recuerdo sobre todo aquellas interminables veladas en el café Al Aktar, las partidas de chaquete mientras él fumaba su Lakadif favorito en una larga pipa. Si Mnemjian representa los archivos de la ciudad, Balthazar es sudaimon platónico, el mediador entre sus dioses y sus hombres. Sé muy bien que todo esto parece traído por los pelos.
Veo a un hombre alto, con un sombrero negro de alas estrechas. Pombal lo apodaba «el chivo botánico». Es muy delgado, tiene las espaldas un poco caídas, y su voz profunda y áspera es muy hermosa, sobre todo cuando declama o cita alguna frase. Cuando habla con alguien, jamás mira a la cara, rasgo que he advertido en muchos homosexuales. Pero en él eso no significa inversión, tendencia que no sólo no le avergüenza sino que lo deja indiferente; sus ojos amarillos de chivo son los de un hipnotizador. No mira a su interlocutor para evitarle una mirada implacable que lo dejaría desconcertado durante el resto de la velada. Uno se pregunta cómo es posible que ese cuerpo pueda tener unas manos tan monstruosamente feas. Yo no podía verlas sin sentir el deseo de cortárselas y tirarlas al mar. Bajo el mentón le brota una pequeña mata negra, como las que se ven a veces en las pezuñas de las estatuas de Pan.
Muchas veces, en las largas caminatas que hacíamos por las orillas del triste canal de aguas aterciopeladas y corrompidas, me pregunté con asombro cuál era el rasgo que me atraía en él. Esto ocurría antes de conocer la Cábala. Aunque gran lector, la conversación de Balthazar no está cargada de elementos librescos, como la de Pursewarden. Ama la poesía, las parábolas, la ciencia y la sofística, pero su pensamiento está lleno de sensatez y liviandad. Y sin embargo, por debajo de la liviandad hay otra cosa, una resonancia que ahonda su pensamiento. Le gusta expresarse mediante aforismos, y eso lo convierte a veces en un oráculo menor. Ahora comprendo que era una de esas raras personas que han encontrado una filosofía personal y dedican su existencia a la tarea de vivirla. Creo que esta característica es la que da tanta mordacidad a su conversación.
Como médico, pasa gran parte de su tiempo en el dispensario de enfermedades venéreas. (Cierta vez dijo secamente: «Vivo en el centro de la vida de la ciudad... su sistema genitourinario; no hay mejor sitio para sosegarse».) Es asimismo el único hombre que conozco cuya pederastia no influye de alguna manera en la virilidad innata de su espíritu. No es ni un puritano ni lo contrario. Muchas veces me ocurrió entrar en su cuartito de la calle Lepsius –el cuartito con la silla de caña que cruje–, y encontrarlo durmiendo con un marinero. En esas ocasiones no se excusaba, ni aludía siquiera a su compañero. A veces, mientras se estaba vistiendo, se inclinaba sobre la cama y arropaba cariñosamente al hombre dormido. Esa naturalidad se me antojaba un cumplido.
Hay en él una extraña mezcla. En ocasiones he oído cómo le temblaba la voz cuando se refería a algún aspecto de la Cábala que trataba de explicar a los asistentes a la reunión. Pero cierta vez que yo aludí con entusiasmo a algunas observaciones suyas, suspiró y me dijo, con ese perfecto escepticismo alejandrino que había debajo de su innegable fe y su devoción a la Gnosis:
–Todos buscamos motivos racionales para creer en el absurdo.
En otra ocasión, al término de una larga y fatigosa discusión con Justine acerca de la herencia y el ambiente, exclamó:
–¡Ah, querida mía! Después de todo lo que han investigado los filósofos y los médicos sobre el alma y el cuerpo, ¿qué podemos afirmar del hombre? Que, en resumidas cuentas, no es más que un pasaje para líquidos y sólidos, un tubo de carne.
Había sido condiscípulo y amigo íntimo del viejo poeta, y hablaba de él con tanta penetración y tanto fervor, que sus palabras me conmovían siempre.
–Pienso a veces que aprendí más de él que de toda la filosofía. De haber sido un hombre religioso, su exquisito equilibrio