CAPÍTULO III
Después enmudecieron por un rato. Chridaman continuó tendido y contempló el cielo. Nanda tenía enlazados sus robustos brazos alrededor de las rodillas levantadas y miraba por entre los árboles y boscajes de la colina hacia el baño de Kali, la Madre.
–¡Chst, relámpago, centella y trueno! –murmuró de repente, y puso el dedo sobre sus abultados labios–. ¡Chridaman, hermano, levántate despacio y mira eso! Digo lo que marcha hacia el baño. ¡Abre los ojos, que vale la pena! Ella no nos ve, pero nosotros la vemos a ella.
Una muchachita estaba de pie en un lugar solitario de la Reunión, a punto de cumplir su ceremonia de baño.
Había dejado sari y corpiño sobre los escalones de la entrada, y estaba allí enteramente desnuda, provista sólo de alguna cadena como adorno alrededor del cuello, oscilantes zarcillos en las orejas y una cinta blanca rodeando su cabello ricamente anudado. El encanto de su cuerpo era deslumbrante. Estaba como hecho de Maya, y tenía el más delicioso tono de color, ni demasiado oscuro ni demasiado blanco, más bien como bronce tirando a oro, y soberbiamente formado según los pensamientos de Brahma; con los más dulces hombros infantiles y caderas deliciosamente trazadas que daban una amplia superficie al vientre; con nacientes pechos de virginal rigidez y un tasero de ostentosa prominencia, que se rejuvenecía más arriba en una espalda muy delgada y graciosa, elásticamente curvada ahora porque había levantado los brazos de liana y mantenía enlazadas las manos tras la nuca, de modo que se abrían, oscuras, sus tiernas axilas.
Lo más impresionante en el conjunto y lo más adecuado al pensamiento de Brahma era, sin perjuicio de la dulzura de sus pechos que ganaban el alma a la vida de las realidades, la unión de ese trasero maravilloso con la esbeltez y elasticidad juncal de la espalda de hada, producida y posibilitada por el otro contraste entre la saliente curva de las caderas, tan digna de loa, y la linda contención del talle, encima de ella. No de otra manera podía haber estado formada la muchacha celestial, Pramlotcha, que Indra envió al gran asceta Kandu para que no reuniera fuerzas iguales a las de un Dios mediante su ascetismo inaudito.
–Vamos a retirarnos –dijo en voz baja Chridaman, que se había erguido, con los ojos prendidos en la aparición de la muchacha–. No está bien que la veamos sin que ella nos vea.
–¿Por qué? –replicó Nanda en un susurro–. Estábamos aquí primero, en este lugar callado, escuchando lo que en él se puede escuchar, y no tenemos la culpa. No nos movamos, sería cruel el alejarnos haciendo ruido y que ella notara que había sido vista sin ver por su parte.
A mí me gusta ver esto. ¿A ti no? Tú tienes ya los ojos colorados como cuando recitas versos delRig Veda.
–¡Cállate! –le exhortó Chridaman por su parte–. ¡Y ten seriedad! Es una aparición seria y santa, y el que nosotros la espiemos sólo se disculparía si lo hacemos con un sentido serio