: Thomas Mann
: Las cabezas trocadas
: Edhasa
: 9788435046497
: unnumerated
: 1
: CHF 7.10
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 144
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Bajo la apariencia de una ingenua y encantadora 'leyenda india', Las cabezas trocadas esconde una reflexión recurrente en la narrativa de Thomas Mann: los conflictos entre el arte y la vida; es decir, los problemas psicológicos y literarios vinculados a la creación poética. La anécdota de la que parte es bastante sorprendente: dos jóvenes enamorados de la misma chica intercambian sus cabezas por la intervención de una divinidad hindú, ya que ella ama la interioridad de uno y el cuerpo del otro. Pero tal solución no resolverá los problemas de los tres personajes. La historia de los jóvenes Nanda y Chridaman, y de su amor por la bella Sita, es, a pesar de su interés y atractivo intrínseco, sólo la corteza de una obra literaria de primera magnitud que ofrece al lector muy singulares alicientes. Sin duda, una pequeña obra maestra del genial autor alemán.

Thomas Mann es un clásico indiscutible de la literatura alemana. Hizo del ser humano, condicionado por su contexto político y social, y del conflicto que puede surgir entre la vida y el arte o la inteligencia, el centro de buena parte de su extensa obra narrativa, en la que destacan, entre otros títulos, Los Buddenbrook (1901), Tonio Kröger (1903), La muerte en Venecia (1912), La montaña mágica (1924), considerado a menudo su obra más importante, Mario y el mago (1930), Carlota en Weimar (1939), Las cabezas trocadas (1940), Doktor Faustus (1947), El Elegido (1951), La engañada (1953), Confesiones del estafador Felix Krull (1954), o Cuentos completos . En 1929 obtuvo el Premio Nobel de Literatura.

CAPÍTULO III

Después enmudecieron por un rato. Chridaman continuó tendido y contempló el cielo. Nanda tenía enlazados sus robustos brazos alrededor de las rodillas levantadas y miraba por entre los árboles y boscajes de la colina hacia el baño de Kali, la Madre.

–¡Chst, relámpago, centella y trueno! –murmuró de repente, y puso el dedo sobre sus abultados labios–. ¡Chridaman, hermano, levántate despacio y mira eso! Digo lo que marcha hacia el baño. ¡Abre los ojos, que vale la pena! Ella no nos ve, pero nosotros la vemos a ella.

Una muchachita estaba de pie en un lugar solitario de la Reunión, a punto de cumplir su ceremonia de baño.

Había dejado sari y corpiño sobre los escalones de la entrada, y estaba allí enteramente desnuda, provista sólo de alguna cadena como adorno alrededor del cuello, oscilantes zarcillos en las orejas y una cinta blanca rodeando su cabello ricamente anudado. El encanto de su cuerpo era deslumbrante. Estaba como hecho de Maya, y tenía el más delicioso tono de color, ni demasiado oscuro ni demasiado blanco, más bien como bronce tirando a oro, y soberbiamente formado según los pensamientos de Brahma; con los más dulces hombros infantiles y caderas deliciosamente trazadas que daban una amplia superficie al vientre; con nacientes pechos de virginal rigidez y un tasero de ostentosa prominencia, que se rejuvenecía más arriba en una espalda muy delgada y graciosa, elásticamente curvada ahora porque había levantado los brazos de liana y mantenía enlazadas las manos tras la nuca, de modo que se abrían, oscuras, sus tiernas axilas.

Lo más impresionante en el conjunto y lo más adecuado al pensamiento de Brahma era, sin perjuicio de la dulzura de sus pechos que ganaban el alma a la vida de las realidades, la unión de ese trasero maravilloso con la esbeltez y elasticidad juncal de la espalda de hada, producida y posibilitada por el otro contraste entre la saliente curva de las caderas, tan digna de loa, y la linda contención del talle, encima de ella. No de otra manera podía haber estado formada la muchacha celestial, Pramlotcha, que Indra envió al gran asceta Kandu para que no reuniera fuerzas iguales a las de un Dios mediante su ascetismo inaudito.

–Vamos a retirarnos –dijo en voz baja Chridaman, que se había erguido, con los ojos prendidos en la aparición de la muchacha–. No está bien que la veamos sin que ella nos vea.

–¿Por qué? –replicó Nanda en un susurro–. Estábamos aquí primero, en este lugar callado, escuchando lo que en él se puede escuchar, y no tenemos la culpa. No nos movamos, sería cruel el alejarnos haciendo ruido y que ella notara que había sido vista sin ver por su parte.

A mí me gusta ver esto. ¿A ti no? Tú tienes ya los ojos colorados como cuando recitas versos delRig Veda.

–¡Cállate! –le exhortó Chridaman por su parte–. ¡Y ten seriedad! Es una aparición seria y santa, y el que nosotros la espiemos sólo se disculparía si lo hacemos con un sentido serio