: Bertrand Russell
: Elogio de la ociosidad
: Edhasa
: 9788435047999
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Una seria advertencia contra el peligro que supone la intolerancia para la sociedad occidental, un brillante análisis de las repercusiones de una reducción del horario de trabajo, un estudio de las consecuencias de la incorporación de la mujer al mundo laboral... quince apasionantes y agudos ensayos del gran filósofo inglés de siglo XX, Bertrand Russell.

Bertrand Russell ( 18-05-1872 / 02-02-1970 ). Fue un hombre de una curiosidad intelectual casi ilimitada. Estudió matemáticas, física y ciencias humanas en Cambridge. Su teoría de los tipos, con la que daba respuesta a la grave crisis que atravesaba la teoría de conjuntos, abrió un nuevo campo a la lógica formal. En filosofía moral y social abordó las contradicciones entre individuo y sociedad, libertad y orden, progresismo y pesimismo, etcétera. Su insobornable actividad crítica hizo que fuera encarcelado en dos ocasiones. Enfrentado a la carrera armamentística nuclear y a la violencia presidió el tribunal que juzgó los crímenes de guerra de Vietnam. Fue profesor en Cambridge y conferenciante en universidades y centros culturales de todo el mundo, y en 1950 fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura. Destacan en su vasta obra Principia mathematica, La educación y el orden social, Por qué no soy cristiano, Fundamentos de filosofía, Ensayos impopulares, Pesadillas de personas eminentes y Misticismo y lógica entre otras. En 1989 Edhasa publicó Lo mejor de Bertrand Russell y en 1991 su extensa Autobiografía.

CONOCIMIENTO «INÚTIL»

Francis Bacon, hombre que llegó a ser eminente traicionando a sus amigos, afirmaba, sin duda como una de las maduras lecciones de la experiencia, que «el conocimiento es poder». Pero esto no es cierto respecto de todo conocimiento. Sir Thomas Browne quería saber qué canción cantaban las sirenas, pero si lo hubiera averiguado, ello no le hubiese bastado para ascender de magistrado a gobernador de su condado.

La clase de conocimiento a que Bacon se refería es la que nosotros llamamos científica. Al subrayar la importancia de la ciencia, continuaba tardíamente la tradición de los árabes y de la Alta Edad Media, según la cual el conocimiento consistía principalmente en la astrología, la alquimia y la farmacología, todas ellas ramas de la ciencia. Era un sabio quien, tras dominar estos estudios, había adquirido poderes mágicos. A principios del siglo XI, y por la única razón de que leía libros, todo el mundo creía que el papa Silvestre II era un mago en tratos con el demonio. Próspero, que en los tiempos de Shakespeare era una mera fantasía, representaba lo que durante siglos había sido la concepción generalmente aceptada de un sabio, al menos por lo que se refiere a sus poderes de hechicería. Bacon creía –acertadamente, según ahora sabemos– que la ciencia podía proporcionar una varita mágica más poderosa que cualquier otra en que hubieran soñado los nigromantes de épocas anteriores.

El Renacimiento, que estaba en su apogeo en Inglaterra en tiempos de Bacon, implicaba una rebelión contra el concepto utilitarista del conocimiento. Los griegos habían adquirido gran familiaridad con Homero, como nosotros con las canciones de los cafés cantantes, porque les gustaba, y ello sin darse cuenta de que estaban comprometidos en la búsqueda del conocimiento. Pero los hombres del siglo XVI no podían empezar a entenderlo sin asimilar primero una considerable cantidad de erudición lingüística. Admiraban a los griegos y no querían verse excluidos de sus placeres; por ello los imitaban, tanto leyendo los clásicos como de otras formas menos confesables. El saber, durante el Renacimiento, era parte de la joie de vivre, tanto como beber o hacer el amor. Y esto es cierto no sólo de la literatura, sino también de otros estudios más ásperos. Todo el mundo conoce la historia del primer contacto de Hobbes con Euclides: al abrir el libro, casualmente, en el teorema de Pitágoras, exclamó: «¡Por Dios! ¡Esto es imposible!», y comenzó a leer las demostraciones en sentido inverso hasta que, al llegar a los axiomas, quedó convencido. Nadie puede dudar de que éste fue para él un momento voluptuoso, no mancillado por la idea de la utilidad de la geometría en la medición de terrenos.

Cierto es que el Renacimiento dio con una utilidad práctica para las lenguas antiguas en relación con la teología. Uno de los primeros resultados de la nueva pasión por el latín clásico fue el descrédito de las decretales amañadas y de la donación de Constantino. Las inexactitudes descubiertas en la Vulgata y en la versión de los Setenta hicieron del griego y del hebreo una parte imprescindible de las herramientas de controversia de los teólogos protestantes. Las máximas republicanas de Grecia y Roma fueron invocadas para justificar la resistencia de los puritanos a los Estuardo y de los jesuitas a los monarcas que habían negado obediencia al Papa. Pero todo esto fue un efecto, más que una causa, del resurgimiento del saber clásico, que en Italia había sido plenamente cultivado durante casi un siglo antes de Lutero. El móvil principal del Renacimiento fue el goce intelectual, la restauración de cierta riqueza y libertad en el ar