Capítulo I
EN EL CAMINO A ROMA
El fraile se había remangado el hábito y sus piernas desnudas estaban embarradas hasta las rodillas. Después de las lluvias primaverales, el camino estaba hecho un pantano. La última vez que había pasado por allí, pensó, parecía una calera. Recordó el poema que había escrito durante otra de sus jornadas:
Quand au plus chaud du jour lárdente canicule
Fait de lair un fourneau,
Des climats basanés mon pied franc ne recule,
Quoy que je coule en eau.
¡Ese verano de 1618, en que los tres habían tomado el camino de España! El pobre hermano Zenón de Guingamp había muerto de insolación en Tolosa, y, una semana después, cerca de Burgos, el padre Romano cayó enfermo de disentería. En tres días, todo estaba terminado. Él había entrado solo, cojeando, en Madrid. Y ahora iba a entrar solo, cojeando, en Roma. Porque al padre Ángel hubo que dejarlo atrás, con los capuchinos de Viterbo, demasiado enfermo de fiebre para que pudiera avanzar un paso más. ¡Que Dios le devuelva pronto la salud!
Ni des Alpes neigeux, ni des hauts Pirénées
Le front audacieux
N’a pu borner le cours de mes grandes journées,
Qui tendent jusqu’aux deux.
Cher Seigneur, si ta main m’enfonça la blessure
De ce perçant dessein,
J’ay droit de te montrer ma tendre meurtrissure
Et descouvrir mon sein.
«La blessure de ce perçant dessein», repitió para sí. La frase era particularmente feliz. Casi latina en su estructura, como un párrafo de Prudencio.
El capuchino suspiró profundamente. Pensó que su herida estaba todavía abierta, y que, acicateado por el aguijón del penetrante designio de Dios, aún estaba recorriendo apresuradamente, a razón de quince leguas por día, la faz de Europa. Ese designio ¿cuándo se pondría en ejecución? ¿Cuándo le sería dado a otro Godofredo de Bouillon atacar Jerusalén? Todavía no, según parecía indicarlo todo; mientras no terminaran las guerras, mientras la casa de Austria no se viera humillada y Francia no surgiera lo bastante poderosa como para conducir a las naciones a una nueva cruzada. ¿Hasta cuándo, Señor, hasta cuándo?
Volvió a suspirar, y en su rostro se reflejó la tristeza de sus pensamientos. Era aquél el rostro de un hombre en la mitad de la vida, curtido y macilento por las privaciones que se había impuesto, arrugado y gastado debido a la incesante labor cerebral. Bajo la amplia frente intelectual se abrían ojos azules, grandes y prominentes, casi fijos. La nariz era poderosamente aguileña. Cubría sus mejillas una barba larga y descuidada, rojiza y ya grisácea, aunque la boca, de labios gruesos, resuelta, confirmaba la firmeza de la mandíbula inferior. Era el rostro de un hombre fuerte, de un hombre de voluntad firme y de inteligencia poderosa, pero también el de un hombre de poderosas pasiones y de gran intensidad de sentimientos, no obstante la segunda naturaleza que le había impuesto un cuarto de siglo de vida religiosa.
Descalzo, pues se había quitado las sandalias y las llevaba en la mano, andaba por el barro sumido en sus pensamientos de melancolía. Se recobró de pronto, y advirtió lo que estaba haciendo. ¿Quién era él para criticar las obras de Dios? Su tristeza no era sino una recriminación contra la Providencia, una duda frente a esa Volunt