: Richard Matheson
: Las playas del espacio
: Edhasa
: 9788435047869
: 1
: CHF 6.20
:
: Science Fiction
: Spanish
: 320
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Probablemente no es casual que sean trece las narraciones reunidas en este libro. Trece cuentos extraordinarios que exploran el borde resbaladizo de la locura y hasta la rebasan, convirtiéndola en una escalofriante pesadilla a través de sucesos fantásticos e inexplicables. Un mundo donde el horror inenarrable es lo normal y donde la tenebrosidad del espacio actúa en la mente de los hombres. Un tiempo en el que criaturas de poderes espantosos y extraterrestres pueden controlar a los seres humanos, y éstos crear seres que escapan a su control. Se trata de relatos que Matheson escribió a la época en que él más asiduamente colaboraba en revistas de ciencia ficción, y presentan ya muchos de los temas y tratamientos que harían de 'Soy leyenda' una de sus obras más rompedoras e impactantes. Sin duda, la más popular de estas narraciones es 'Acero puro', un relato elíptico, tenso y rico que, después de convertirse en un capítulo de la mítica serie The Twilight Zone, fue llevado a la gran pantalla. Centrado en un exboxeador en un tiempo en que este deporte está prohibido y sólo se autorizan combates entre robots, el protagonista se convierte en promotor y, tras un sonado fracaso, su intento por volver a triunfar coincide con el descubrimiento de que tiene un hijo del que no sabía nada, pero que le ayudará a llevar a cabo su sueño. Una fantasía mágica y una extraña imaginación inspira todos estos cuentos de inolvidable vigor y con un final imprevisible, en los que se percibe claramente y en toda su variedad, la potencia, la brillantez y el heterogéneo talento narrativo del autor.

Richard Burton Matheson ( 20-02-1926 / 23-06-2013 ) fue un escritor, guionista y director estadounidense de fantasía, ciencia ficción y terror. Su obra ha sido a menudo llevada a la gran pantalla con gran éxito (Soy leyenda, 1954; El hombre menguante, 1957; etc.) y sus excelectnes colecciones de relatos, como El tercero a partir del sol, Pesadilla a 20.000 pies, o Las playas del espacio (donde se incluye el relato Acero puro, llevado también a la gran pantalla con Hugh Jackman de protagonista) le han valido el Premio Bram Stoker y el World Fantasy, entre otros galardones. En 2010 entró en el Science Fiction Hall of Fame.

EL SER

Se cernía en las tinieblas. La corteza metálica fulguraba tenuemente en silencio, impulsada hacia arriba por fuerzas antigravitatorias. La mortaja de la noche envolvía el planeta alejado de la Luna. Abajo, en la región cubierta por las sombras, un animal contemplaba con los ojos desorbitados la fosforescencia mortecina de la esfera suspendida en lo alto. Contracción de músculos. Sordo tamborilear de garras que huyen sobre la superficie dura de la Tierra. Otra vez el silencio solitario, rasgado apenas por el susurro del viento. Horas. Horas negras en su lenta metamorfosis, al gris primero y después a un rosado difuso. Moteada por los primeros rayos solares, la esfera metálica resplandecía con un suave fulgor ultraterreno.

Fue como introducir la mano en un horno ardiente.

–¡Oh, Dios mío, cómo quema! –exclamó él con una mueca, y volvió a posar la mano sobre el volante húmedo de sudor.

–Es tu imaginación –dijo Marian.

Estaba arrellanada contra las fundas de plástico recalentado que cubrían el asiento. Un kilómetro atrás había asomado los pies por la ventanilla, sin quitarse las sandalias. Tenía los ojos cerrados y el aliento pasaba entrecortado entre sus labios resecos. El viento cálido le abanicaba la cara desordenándole los cortos cabellos rubios.

Se retorció incómoda, mientras tironeaba del estrecho cinturón de sus pantalones cortos.

–No hace calor –afirmó–; se está tan fresco como en un oasis.

–¡Ojalá! –masculló Les.

Se inclinó un poco hacia delante y la camisa húmeda, pegada a la espalda, le hizo rechinar los dientes.

–El peor mes para conducir –refunfuñó.

Habían salido de Los Ángeles, tres días antes, rumbo a Nueva York, para visitar a la familia de Marian. Desde el principio, las temperaturas habían sido verdaderamente tropicales; después de tres días de calor bochornoso, estaban sin energías.

Por otra parte, el ritmo que se habían impuesto no contribuía a mejorar las cosas. Sobre el papel, seiscientos kilómetros diarios no parecían excesivos, pero en la práctica conducir a esa velocidad era un verdadero martirio. Había que conducir por caminos polvorientos, levantando nubes de tierra por los tramos en obras, llenos de baches, tratando de no sobrepasar los treinta kilómetros por hora para no romper un eje ni desnucarse, y cada media hora, más o menos, debían ascender largas cuestas empinadas que ponían el radiador casi en el punto de ebullición. Después tenían que esperar un buen rato bajo un calor sofocante para que el motor se enfriara, ayudándolo, a veces, con un poco del agua que llevaban para ellos. No había más remedio que sentarse a esperar en medio de aquel horno.

–De este lado ya estoy listo, dame la vuelta –dijo Les, sin aliento.

–¡Ja, ja, ja! –repuso Marian en voz baja.

–¿Queda un poco de agua?

Marian extendió la mano izquierda para levantar la pesada tapa de la nevera portátil. Tanteó en el interior fresco hasta encontrar el termo y lo sacudió.

–Vacío –anunció, con un gesto de desaliento.

–Como mi cabeza –repuso él, en tono disgustado–. ¿Cómo fui capaz de aceptar conducir hasta Nueva York en pleno mes de agosto?

–Bueno, bueno, basta ya –replicó ella, de pronto sin ganas de bromear–. No te acalores.

–Joder –replicó Les ásperamente–, ¿cuándo volverá este infernal desvío al maldito camino?

–Maldito, maldito, maldito –repitió ligeramente el eco femenino.

Él no replicó, pero sus manos se crisparon con fuerza sobre el volante. Llevaban horas viaj