EL SER
Se cernía en las tinieblas. La corteza metálica fulguraba tenuemente en silencio, impulsada hacia arriba por fuerzas antigravitatorias. La mortaja de la noche envolvía el planeta alejado de la Luna. Abajo, en la región cubierta por las sombras, un animal contemplaba con los ojos desorbitados la fosforescencia mortecina de la esfera suspendida en lo alto. Contracción de músculos. Sordo tamborilear de garras que huyen sobre la superficie dura de la Tierra. Otra vez el silencio solitario, rasgado apenas por el susurro del viento. Horas. Horas negras en su lenta metamorfosis, al gris primero y después a un rosado difuso. Moteada por los primeros rayos solares, la esfera metálica resplandecía con un suave fulgor ultraterreno.
Fue como introducir la mano en un horno ardiente.
–¡Oh, Dios mío, cómo quema! –exclamó él con una mueca, y volvió a posar la mano sobre el volante húmedo de sudor.
–Es tu imaginación –dijo Marian.
Estaba arrellanada contra las fundas de plástico recalentado que cubrían el asiento. Un kilómetro atrás había asomado los pies por la ventanilla, sin quitarse las sandalias. Tenía los ojos cerrados y el aliento pasaba entrecortado entre sus labios resecos. El viento cálido le abanicaba la cara desordenándole los cortos cabellos rubios.
Se retorció incómoda, mientras tironeaba del estrecho cinturón de sus pantalones cortos.
–No hace calor –afirmó–; se está tan fresco como en un oasis.
–¡Ojalá! –masculló Les.
Se inclinó un poco hacia delante y la camisa húmeda, pegada a la espalda, le hizo rechinar los dientes.
–El peor mes para conducir –refunfuñó.
Habían salido de Los Ángeles, tres días antes, rumbo a Nueva York, para visitar a la familia de Marian. Desde el principio, las temperaturas habían sido verdaderamente tropicales; después de tres días de calor bochornoso, estaban sin energías.
Por otra parte, el ritmo que se habían impuesto no contribuía a mejorar las cosas. Sobre el papel, seiscientos kilómetros diarios no parecían excesivos, pero en la práctica conducir a esa velocidad era un verdadero martirio. Había que conducir por caminos polvorientos, levantando nubes de tierra por los tramos en obras, llenos de baches, tratando de no sobrepasar los treinta kilómetros por hora para no romper un eje ni desnucarse, y cada media hora, más o menos, debían ascender largas cuestas empinadas que ponían el radiador casi en el punto de ebullición. Después tenían que esperar un buen rato bajo un calor sofocante para que el motor se enfriara, ayudándolo, a veces, con un poco del agua que llevaban para ellos. No había más remedio que sentarse a esperar en medio de aquel horno.
–De este lado ya estoy listo, dame la vuelta –dijo Les, sin aliento.
–¡Ja, ja, ja! –repuso Marian en voz baja.
–¿Queda un poco de agua?
Marian extendió la mano izquierda para levantar la pesada tapa de la nevera portátil. Tanteó en el interior fresco hasta encontrar el termo y lo sacudió.
–Vacío –anunció, con un gesto de desaliento.
–Como mi cabeza –repuso él, en tono disgustado–. ¿Cómo fui capaz de aceptar conducir hasta Nueva York en pleno mes de agosto?
–Bueno, bueno, basta ya –replicó ella, de pronto sin ganas de bromear–. No te acalores.
–Joder –replicó Les ásperamente–, ¿cuándo volverá este infernal desvío al maldito camino?
–Maldito, maldito, maldito –repitió ligeramente el eco femenino.
Él no replicó, pero sus manos se crisparon con fuerza sobre el volante. Llevaban horas viaj