: Hermann Hesse
: El último verano de Klingsor& Alma de niño
: Edhasa
: 9788435047906
: 1
: CHF 7.10
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 160
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Los últimos meses de vida del pintor Klingsor son meses llenos de deseos de vivir y de obsesión por el trabajo, a la par en que se plantea el presentimiento de la muerte, que siente próxima. Tiene sólo 42 años, pero ha tenido una vida demasiado llena y apasionada como para que pueda durar mucho más. Ésta será, así, su última estación. El placer y el tormento de la pintura, la alegría y la obsesión de la creación, la amistad sincera, un delicado nuevo amor, el encanto de la naturaleza y su alma inquieta le acompañan en sus últimos días. Alma de niño, por su parte, es el magistral análisis del comportamiento y los estados de ánimo de un muchacho que comete un insignificante hurto en su propia casa. A través de estos relatos Hesse da rienda suelta a la angustia, el amor y la muerte, los grandes asuntos de su universo literario que lo llevaron a conseguir el Premio Nobel de Literatura en 1946.

Hermann Hesse ( 02-07-1877 / 09-08-1962 ), es uno de los clásicos contemporáneos más indiscutibles. Autor de 'Narciso y Goldmundo', 'Pequeñas alegrías', 'El lobo estepario' y de un buen número de excelentes cuentos, su exploración en el subconsciente de los personajes y su lúcida aproximación a las culturas orientales han quedado como dos de las mayores aportaciones a la narrativa universal. En 1946 obtuvo el Premio Nobel de Literatura.

Klingsor

Había dado comienzo un apasionado y veloz verano. Los ardientes días, por largos que fueran, se consumían cual banderas en llamas, a las cortas y bochornosas noches de luna les seguían cortas y bochornosas noches de lluvia, rápidas como sueños y repletas de imágenes, las luminosas semanas se marchaban, febriles.

Pasada la medianoche, de regreso de un paseo nocturno, Klingsor estaba en el estrecho balcón de piedra de su cuarto de trabajo. A sus pies descendía, hondo y vertiginoso, el viejo jardín en terrazas, una profunda y sombreada maraña de densas copas de árboles: palmeras, cedros, castaños, árboles de Judas, hayas purpúreas, eucaliptos, entreverados de plantas trepadoras, lianas, glicinias. Sobre la negrura de los árboles brillaban con pálido reflejo las grandes hojas metálicas de los magnolios de verano, flores gigantescas blancas como la nieve, entreabiertas, grandes como cabezas humanas, pálidas como la luna y el marfil, de las que venía, penetrante y alado, un intenso aroma a limón. Desde una imprecisa lejanía venía con cansado aleteo una música, quizá de una guitarra, quizá de un piano, indistinguible. En las granjas avícolas gritaba de repente un pavo real, dos, tres veces, y rasgaba la noche boscosa con el sonido breve, áspero e irritado de su atormentada voz, como si el dolor de todo el mundo animal resonara en su fondo, tosco y chillón. La luz de las estrellas inundaba el valle; alta y abandonada, una capilla blanca miraba desde el bosque interminable, antigua y hechizada. Mar, montañas y cielo se confundían a lo lejos.

Klingsor estaba en el balcón, en camisa, con los brazos desnudos apoyados en la baranda de hierro, y leía, a medias enojado, con ojos ardorosos, la escritura trazada por las estrellas en el pálido cielo y por las suaves luces sobre la negra y grumosa nubosidad de los árboles. El pavo real le traía recuerdos. Sí, volvía a ser de noche, tarde, y en realidad era hora de irse a dormir, a toda costa, a cualquier precio. Quizá si uno durmiera de verdad una serie de noches, si durmiera bien seis u ocho horas, podría recuperarse, los ojos volverían a tener paciencia y a obedecer, y el corazón se calmaría, y las sienes dejarían de doler. ¡Pero entonces el verano habría pasado, ese loco y palpitante sueño del verano, y con él se habrían vertido mil copas sin beber, se habrían roto mil miradas de amor no divisadas, se habrían extinguido sin ser vistas un millar de imágenes irrecuperables!

Apoyó la frente y los ojos doloridos en la fresca baranda de hierro, y eso lo refrescó por un momento. Dentro de un año quizá, o antes, esos ojos estarían ciegos, y el fuego que había en su corazón se habría apagado. No, nadie podía soportar mucho tiempo esa vida llameante, ni siquiera él, ni siquiera Klingsor, que tenía diez vidas. Nadie podía mantener encendidas durante largo tiempo, de día y de noche, todas sus luces, todos sus volcanes, nadie podía estar día y noche inflamado más que por breve tiempo, cada día muchas horas de ardiente trabajo, cada noche muchas horas de ardientes pensamientos, siempre gozando, siempre creando, siempre con todos los nervios y sentidos alerta e iluminados, como un palacio tras de cuyas ventanas resonara la música un día tras otro. Mil velas encendidas noche tras noche. Se acerca el fin, ya se ha consumido mucha fuerza, se ha quemado mucha luz de los ojos, se ha desangrado mucha vida.

De pronto se echó a reír, y se irguió. Se le ocurrió