CAPITULO SEGUNDO
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Al día siguiente por la mañana, la radio confirmó la derrota alemana. «Es verdaderamente la paz que comienza –se repitió Henri sentándose a su escritorio–. ¡Por fin puedo escribir!» Resolvió: «Me las arreglaré para escribir todos los días». ¿Escribir qué? No lo sabía y se alegraba; las otras veces lo sabía demasiado. Esta vez trataría de dirigirse al lector sin premeditación, como se escribe a un amigo; y quizá lograría decirle todas esas cosas que nunca habían encontrado lugar en sus libros, demasiado elaborados. ¡Tantas cosas que uno quisiera retener con palabras y que se pierden! Alzó la cabeza y a través de la ventana miró el cielo frío. Daba lástima pensar que iba a ser una mañana perdida; todo parecía tan preciso esa mañana: el papel blanco, el olor a alcohol y a tabaco frío, la música árabe que subía del café vecino; Notre Dame estaba fría como el cielo, un vagabundo bailaba en medio de la callejuela, llevaba un enorme collar de plumas azules y dos muchachas endomingadas le miraban riendo. Era Navidad, era la derrota alemana y algo se reanudaba. Sí, Henri trataría de recuperar durante treinta años todas esas mañanas, todas esas noches que había dejado correr entre sus dedos durante esos cuatro años; no se puede decir todo, de acuerdo; pero por lo menos se puede intentar expresar el verdadero gusto de la propia vida: cada vida tiene un gusto que no es sino de ella y hay que decirlo o no vale la pena escribir. «Hablar de lo que he amado, de lo que amo, de lo que soy». Dibujó un ramo. ¿Quién era él? ¿A quién encontraba después de esa larga ausencia? Resulta difícil definirse y limitarse desde dentro. No era un maniático de la política ni un fanático de la literatura, ni un gran apasionado; se sentía más bien mediocre; pero en realidad no le molestaba. Un hombre como todo el mundo que hablara sinceramente de sí mismo, hablaría en nombre de todo el mundo, para todo el mundo. La sinceridad era la única originalidad a la que apuntaba, la única consigna que tenía que imponerse. Agregó una flor a su ramo. No es tan fácil ser sincero. No entraba en sus cálculos la posibilidad de confesarse. Y quien dice novela dice mentira. Ya estudiaría eso más adelante. Por el momento no había que complicarse con problemas. Comenzar al azar, empezar de cualquier modo: por los jardines de El-Oued bajo la luna. El papel estaba desnudo, había que aprovecharlo.
–¿Has empezado tu novela alegre? –preguntó Paule.
–No sé.
–¿Cómo que no sabes? ¿No sabes lo que escribes?
–Me sorprendo a mí mismo –dijo riendo.
Paule se encogió de hombros; sin embargo, era verdad: no quería saber; fijaba desordenadamente sobre el papel un montón de momentos de su vida, eso lo divertía enormemente, no pedía más. La noche en que se había citado con Nadine lamentó abandonar su trabajo. Le había dicho a Paule que salía con Scriassine; había aprendido durante ese último año a economizar su franqueza; esas simples palabras: «Salgo con Nadine» hubieran provocado tantas preguntas y tantos comentarios que prefirió pronunciar otras; pero era verdaderamente absurdo esconderse para salir con esa muchacha ingrata, que él consideraba como a una e