Capítulo I
–¿Preparado? –preguntó Festo.
Marco asintió y miró a su alrededor. Estaban en la plaza del mercado de Calcis, un pequeño puerto en la costa del golfo de Corinto. Por debajo del mercado, la tierra bajaba en declive hasta el mar, de un azul brillante, bajo el cielo despejado, y con el resplandor del sol temprano de la tarde. Habían llegado a la ciudad después de caminar toda la mañana por la carretera de la costa, y allí se habían parado a tomar una comida sencilla, un estofado, en una tasca a un lado del mercado. Una multitud considerable se reunía ya en torno a los puestos del mercado y alrededor de la fuente se apiñaban los habituales grupitos de jóvenes. Eran una presa fácil para el ojo experto de Marco.
–¿Tenemos que hacer esto? –preguntó Lupo, sentado junto a Marco. Tenía diecisiete años, cuatro más que Marco, pero a menudo parecían tener la misma edad. Mientras que Lupo era bajo y delgado, Marco era alto para su edad. El duro entrenamiento al que se había sometido en la escuela de gladiadores, y después a cargo de Festo, cuando ambos servían a Julio César en Roma, le había dotado de un físico muy musculado.
Festo se volvió hacia Lupo con un suspiro de cansancio.
–Sabes que sí. El dinero que nos dio César no durará siempre. Será mejor que lo estiremos un poco ganando lo que podamos a lo largo del camino. Quién sabe cuánto tiempo nos costará averiguar dónde tienen prisionera a la madre de Marco.
Marco notó una puñalada de dolor en el corazón. Habían pasado más de dos años desde que la viera por última vez, cuando se separaron después del asesinato de Tito, el hombre que Marco pensaba que era su padre. Vivían felices, en una granja de la isla de Leucas, hasta el día en que Tito no pudo pagar a un prestamista. Unos hombres despiadados vinieron a apresar a la familia y venderlos como esclavos para pagar la deuda de Tito. El viejo soldado intentó resistirse, pero fue asesinado, y Livia y Marco acabaron condenados a la esclavitud. Marco había conseguido escapar, y desde entonces había jurado encontrar a su madre y liberarla.
Al principio pensó que era una tarea imposible, pero después de salvar la vida del César, el gran estadista romano le había entregado una pequeña suma de plata y una carta de presentación, junto con los servicios de Lupo y Festo, el guardaespaldas de mayor confianza de César, y lo liberó para que pudiera salvar a su madre. Navegaron entonces a Grecia con otros dos hombres, a quienes Festo había enviado de vuelta a Roma cuando quedó claro que el dinero del César se iba a agotar con demasiada rapidez con tantas bocas que alimentar.
Al desembarcar en Grecia, los tres tomaron la carretera de la costa a lo largo del norte del Golfo y se dirigieron hacia Estrato, donde Marco había encontrado por primera vez a Décimo, el prestamista que le había causado tanto dolor y sufrimiento. A lo largo de la ruta se habían financiado haciendo pequeñas represent