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Milán, Corte Vieja, 7 de febrero de 1496
El muchacho entró jadeante y pálido, sin aquel porte despreocupado y rebelde de siempre, cruz y delicia de su maestro. Leonardo le observó con atención, manteniendo la calma y sin interrumpir su coloquio con Fazio Cardano, que había acudido a visitarlo a su taller de la Corte Vieja, junto al Duomo. Fazio Cardano, desdentado y malcarado, adobado con su habitual atuendo rojo, se ponía su capa negra. Vestía siempre de aquel modo: era un personaje singular. En Milán nadie sabía si era médico o jurisconsulto, pero era cierto que se ocupaba de alquimia y ciencias ocultas. Había pasado hacía poco de los cincuenta, en ocasiones hablaba solo, él decía que con su genio familiar. Sabía muchas cosas, pero era la confusión en persona, mezclaba ciencia y superstición, astrología y anatomía, álgebra y mitología egipcia, con un saber desordenado y sin método en el que los diablos y los teoremas de Euclides eran objeto de una misma materia de estudio apenas definida. Pero tenía en su poder libros preciosos, y hacía algún tiempo que Leonardo rondaba laPerspectiva de Al-Kindi que Fazio se jactaba de poseer, aunque sin habérsela mostrado nunca. Y habría deseado aprender de él la Matemática, en la queser Fazio se decía experto sin dejar de eludir sus preguntas: ¿cómo se cuadra un triángulo, y por qué es imposible la cuadratura del círculo?
–Aquí tenéis vuestros 119 sueldos. Contadlos vos también, por seguridad.
Esta vez, al menos,ser Fazio había llegado con una copia nueva y sin cortar de laSumma de Luca Pacioli. Se la daría por 130 sueldos, una cifra considerablemente elevada, más del doble de cuanto le había costado la Biblia en romance que había de servirle paraLa última cena de Santa Maria delle Grazie. Pero el libro del franciscano de Sansepolcro era exactamente lo que Leonardo necesitaba. Lo contenía todo. Recopilaba el entero saber matemático de su época: del álgebra a la partida doble, de la arquitectura a la perspectiva, de la geometría de Euclides a la matemática financiera... Allí estaba todo. Tras una larga negociación, habían bajado hasta 119 sueldos, y ahora Cardano, con las monedas a buen recaudo en su escarcela de piel, se decidía por fin a marcharse. LaSumma, bien encuadernada, estaba allí, sobre la mesa que ocupaba el centro de la enorme estancia.
Con el rabillo del ojo, Leonardo atendía preocupado a los movimientos de Gian Giacomo, su aprendiz de quince años, al que llamaba Salaì, con el nombre de un diablo delMorgante de Pulci. Había notado que el muchacho traía en la mano un cartucho sucio y húmedo que depositó en la mesa, junto al libro de Luca Pacioli. Luego se había sentado en el banco que estaba a su espalda, lo que le impedía seguir espiándolo a escondidas.
–Hasta pronto, maestro Leonardo –se despidió Cardano.
El artista le acompañó hasta la puerta, en la planta baja: «Hasta pronto».
Después volvió al piso de arriba. Salaì seguía allí, ovillado sobre el banco, descolorido, como si de camino se hubiese topado con Belcebú en persona. Temblaba. Leonardo se dirigió hacia el cartucho sanguinolento depositado sobre la mesa por su ayudante. Lo abrió, y al ver lo que contenía dio un salto hacia atrás, disgustado. Una mano humana, amputada de un tajo preciso a la altura del pulso. La sangre aún estaba fresca.
–¿Te has vuelto loco? –gritó, dirigiéndose a Salaì, que alzó hacia él una mirada que parecía suplicar clemencia–. Sé q