1. Contarlo todo
Ciudad de México, capital del virreinato de Nueva España. Mayo de 1564
Fuimos a aquellas tierras por nuestros pecados. Y por nuestros pecados he de recordarlo todo, la manera del suelo, si áspero o llano, los árboles y las plantas, las piedras y los metales, los ríos, si eran grandes o pequeños, cada rayo de sol, la calidad de los hombres, si muchos o pocos, si estaban derramados o vivían juntos...verbum ad verbum, porque la memoria es un arquitecto constante, que se hace y se rehace, un puro cuento que se cuenta a sí mismo, múltiple y deslizante, y un día buscaré en vano el nombre de un lugar o de un amigo, o desesperaré al no dar con una palabra ya sabida, que tendré en la punta de la lengua y buscaré afanosamente y me rehuirá obstinada. Y entonces llegará el olvido. Pero antes de volver a la luz inefable del Creador, yo, pecador, ya enfermo y decrépito, quebradizo como pan ácimo, en esta celda del convento de San Francisco dejaré signo sobre signo constancia de los hechos asombrosos y terribles de mi jornada con el general Francisco Vázquez de Coronado, antes de que la memoria sea no solo asediada por su fragilidad, sino invadida por los falsos recuerdos, por la imaginación y el ensueño, y caiga en la tentación de hacer una mentira de nuestra verdad.
Hay unas imágenes que se repiten, unas ruinas de adobe rojizo,Chichilticale, La Casa Roja. Había sido un antiguo alcázar construido por una raza ya olvidada, el último puesto de una civilización antes de internarse en el desierto. Salvo alguna mancha de pinares y encinas solitarias, la aridez circundante era angustiosa. El rostro enfurecido y sudoroso del general Coronado, montado en su caballo, que hacía girar apuntando con su brazo todos los puntos cardinales mientras le gritaba a fray Marcos: ¿Dónde está el mar, fraile?, ¿dónde está el mar? El fraile vio por primera vez la muerte en los ojos del general, que hasta ese momento le había protegido del hierro y la soga de sus hombres. Fue entonces cuando debíamos haber abandonado, ese momento en que atisbamos la quimera que perseguíamos y los días de soledad y miedo, de alienación, de caminos sofocantes y abisales, la fantasmagoría a través de la cual los hombres pasaban de ser hombres a ser un montón de huesos. Sin embargo, el mito acontece en nosotros, es eterno y se reactiva en nuestro interior en cada etapa de la historia y obliga al hombre a buscar un destino también mítico. El ejército de Coronado estaba trastornado, seducido como antes lo estuvieron otros: rodeados por las mil siniestras manifestaciones de la muerte, untados de sangre y lodo, calcinados en el interior de sus armaduras, atravesando espesísimas selvas, esquivando flechas emponzoñadas, alimentándose de sabandijas, delirando por la fiebre, con la esperanza y la fuerza y la terquedad y la audacia malbaratadas, lo único que los impulsaba ya, la fuente de toda su ferocidad y su rabia fue la visión de la riqueza o la promesa de fama e inmortalidad. La Ciudad de los Césares, que persiguió incansable Sebastián Caboto mientras remontaba el Paraná, donde había una sierra de plata maciza; Paititi, la ciudad en el centro del Amazonas en la que el oro era tan abundante como las piedras, en cuya búsqueda se consumieron Pedro de Candia, Anzúrez de Camporredondo y Nuflo de Chaves; El Reino del Rey Blanco, cuyo trono era entero de plata, por el cual Alejo García atravesó ríos y selvas hasta que fue atravesado él mismo por una flecha; Ponce de León, guiado por los mitos boricuas, que peinó cada arroyo, cada torrente, cada río, cada lago, cada laguna de la Florida en busca de una fuente secreta cuyas aguas curaban los males y otorgaban una juventud perpetua; Cofitachequ, un tesoro espectral que extenuó a las huestes de Hernando de Soto; la Ciudad de las Esmeraldas de Ursúa, que terminó disolviéndose en el aire como una nube de mariposas verdes; el País de la Canela rastreado por el rebelde Gonzalo Pizarro y Francisco de Orellana, una tierra llena de especias tan preciosas como los metales; la laguna de Guatavitá, en la cima de una montaña, rodeada de ídolos de barro, donde los rumores hablaban de un cacique que cada día, sobre una almadía en medio del lago, era embadurnado por sus sacerdotes con una almáciga que cubría todo su cuerpo para luego sobredorarlo con oro molido, lo que le hacía resplandecer como un sol, y al caer la tarde se bañaba en las aguas en las que se disolvía el oro que tenía pegado al cuerpo... Gonzalo Jiménez de Quesada, Sebastián de Belalcázar, el infausto y orate Lope de Aguirre... Con cada nuevo fracaso en el hallazgo de El Dorado, resurgía la obsesión. Bastaba un simple hilo de palabras, un rumor, una confidencia para que la atmósfera