CAPÍTULO UNO
Puerto de Ostia, a un día de marcha de Roma
–¿Qué es todo este jaleo, amigo? –preguntó Macro al posadero, señalando con un gesto a la multitud ebria que se encontraba en el extremo más alejado de la taberna El botín de Neptuno. Varios hombres hablaban con un tono alterado mientras compartían una gran jarra de vino. Un par de prostitutas de la posada se habían unido al grupo y se sentaban en el regazo de los hombres, probando suerte por si caía algo de vino y, posteriormente, algo para su negocio, si ésta les sonreía.
Sin responder a la pregunta, el posadero, un individuo bastante baqueteado con un parche que le cubría un ojo, fijó su mermada mirada en su cliente y aventuró una suposición.
–Supongo que acabáis de bajar de algún barco, ¿no?
Macro asintió como respuesta a la bronca pregunta y señaló a un compañero, alto y larguirucho, que estaba usando el borde de su manto para secar la superficie de un banco que se encontraba al lado de la entrada. Tras quitar toda la porquería que pudo, Cato se sentó con una mueca rápida, con su silueta recortada ante la luz intensa que procedía del exterior. La calle estaba muy transitada y los gritos de las gaviotas que buscaban restos, dando vueltas en el cielo de un azul claro, penetraban entre la barahúnda de voces y los gritos de los vendedores callejeros. Aunque estaban sólo a media mañana, el calor ya era opresivo y la sombra de la posada proporcionaba un refugio muy agradable del sol abrasador.
–Eso es. Necesitaba beber un poco antes de coger el barco para subir por el Tíber hacia Roma.
–¿El barco? No creo que tengas esa suerte. Ya no quedará espacio en ningún barco ahora mismo. Se avecina un día de fiesta en la capital, de modo que todos los barcos estarán llenos de vino, festines y turistas. Tendrás que ir por carretera, amigo mío. ¿Irás solo?
–No. Voy con el prefecto, ése de ahí.
–¿El prefecto? –El único ojo del posadero se abrió mucho, y luego astutamente se entornó, reconsiderando a sus últimos clientes. No llevaban ningún signo externo de rango ni de riqueza. Ambos hombres iban vestidos con mantos militares y túnicas sencillas. El más bajo, el que estaba en la barra, llevaba unas recias botas de soldado, pero las de su compañero, el prefecto, eran de piel y parecían caras, teñidas de rojo. Ambos llevaban pequeños morrales colgados al hombro, y el bulto que se notaba en cada uno era indicio de una bolsa llena de monedas. El posadero esbozó una sonrisa mellada.
–Siempre es un placer servir a caballeros de calidad. De modo que él es un prefecto... ¿Y tú? ¿Tienes el mismo rango?
–Yo no –Macro le devolvió la sonrisa–. Yo trabajo para vivir –se dio unas palmaditas en el pecho–. Centurión Macro. Últimamente de la Legión Decimocuarta, sirviendo en Britania, y antes de la Segunda Augusta, la mejor legión de todo el ejército. De modo que, como he dicho, ¿qué es lo que pasa? Toda la ciudad parece estar de muy buen humor.
–¿Y por qué no, señor? Tú deberías conocer el motivo mejor que nadie, dado que vienes de Britania. Hemos acabado con ese tal rey Carataco, el único que ha conseguido tomar el pelo a nuestros generales.
Macro suspiró.
–No hace falta que me lo digas. Ese hijo de puta era tan resbaladizo como una anguila, y tan orgulloso como un león. Es bueno que finalmente lo hayamos derrotado. Pero ¿qué pasa con él? Lo último que supe de Carataco es que lo enviaban a Roma cargado de cadenas.
–Y así ha sido, señor. Él y los suyos han pasado seis meses en la prisión Mamertina mientras el emperador decidía qué hacer con ellos. Y ahora ya conocemos qué pasará. Claudio ha decidido que todos ellos desfilen por Roma y los lleven al templo de Júpiter para estrangularlos allí. Va a ser una buena celebración. Su señoría va a dar un festín a la ciudad y va a organizar cinco días de luchas de gladiadores y carreras de carros en el Circo Máximo. –El posadero hizo una pausa y se encogió de hombros–. Por supuesto, Ostia estará tranquila como una tumba cuando ocurra. Malo para el negocio. Así que tengo que vender ahora todo lo que p