Prólogo
Roma, verano del año 70 d. C.
La ciudad estaba totalmente revolucionada.
Y con razón. No era muy habitual celebrar la entrada triunfal del flamante Princeps. Aunque en los últimos tiempos demasiados militares habían ostentado elimperium maius, las gentes de Roma esperaban que Vespasiano pusiera fin a la locura vivida el año anterior, durante el cual hasta cuatro hombres habían conseguido disfrutar del cargo supremo en el Senado de Roma, como Princeps, y de las legiones, como Imperators.
En realidad, pocos conocían a Vespasiano. Lo que la mayoría de la gente sabía de él se reducía a su brillantez como militar en Germania, Britania o Judea, o como gobernador en la provincia de África. Y alguno recordaba que, durante dos meses, obtuvo la magistratura más importante: el consulado. Aunque eso ocurrió diecinueve años atrás, y esos sesenta días apenas fueron suficientes para juzgar su labor.
En realidad, poco importaba todo eso al ciudadano de a pie. La plebe deseaba la paz. La paz que les permitiera disfrutar de todo lo que la ciudad podía ofrecerles.
Paz y fiesta. Sobre todo, fiesta.
Como si fuera un enorme triunfo, la llegada de un nuevo Princeps al poder era sinónimo de celebración, y esa celebración se dividía en dos partes perfectamente diferenciadas.
La primera era el desfile de la dignidad principesca por las principales calles de la ciudad. Su destino era el Templo de Júpiter Optimus Maximus, en la colina Capitolina, donde Vespasiano iba a ofrecer su corona de laurel al dios. Después se dirigiría a la Curia senatorial, donde sería confirmado en su cargo por el Senado.
La segunda era una gran fiesta con espectáculos y comida gratuita para todos.
El desfile se hacía en medio de una impresionante algarabía. Y no sólo auditiva. La gente aplaudía y gritaba con fuerza a favor del nuevo Princeps, y también le lanzaba flores, pétalos y ramas de laurel. El recorrido había comenzado en la Porta Triumphalis. El ejército había quedado fuera de la ciudad, en el Campo de Marte. Una vez dentro de la urbe, el máximo dignatario romano y su comitiva recorrieron el Foro Boario, el Velabrum, la Vía Sacra y la zona del Forum Magnus, y desde allí hasta la colina Capitolina.
Vespasiano iba montado en una cuadriga que él mismo conducía, y le acompañaba un esclavo. Como dictaba la tradición, el esclavo sujetaba una corona de laurel a una distancia de un par de dedos de la cabeza del nuevo Princeps, al mismo tiempo que repetía, en voz baja y sólo para su amo, la siguiente frase:«Respice post te, hominem te esse memento» («Mira detrás de ti, y recuerda que sólo eres un hombre»).
La ciudadanía en pleno estaba en la calle, pues todas y cada una de las personas que vivían en Roma, e incluso en las ciudades vecinas, habían salido a recibir al nuevo Princeps. Hoy no era día de clases sociales, nadie trabajaba –al menos mientras durase el desfile–, y ello contribuía a que las calles por donde transitaba la comitiva imperial estuvieran repletas de gente.
La ceremonia en la que Vespasiano ofrecería su corona de laurel a Júpiter sería el momento más sagrado de la jornada. Allí el jolgorio y la algarabía serían sustituidos por la quietud, el respeto y la solemnidad religiosa.
La colina Capitolina era la más alta de las siete legendarias colinas de Roma. Aun siendo su superficie mucho menor que el resto de elevaciones, su mítico pasado la convertía en el verdadero corazón de la ciudad que dominaba el mundo conocido. En tiempos monárquicos, mucho antes de la instauración de la República, la supremacía de los latinos la ejerció Júpiter Latiaris desde el santuario en los montes Albanos, muy cerca de Alba Longa. Para contrarrestar el poder de Alba Longa, los últimos reyes de Roma ordenaron construir el templo dedicado a Júpiter, Juno y Minerva: la Tríada Capitolina. Con el tiempo, se logró que,