PRIMERA PARTE
Madrid y Pastrana
CAPÍTULO PRIMERO
(Septiembre de 1577)
I
Bernardina llevó el vino y lo colocó en una mesa de piedra que había junto a la fuente. Antonio Pérez se levantó y le hizo sitio junto a él en el banco. Era casi medianoche y el patio estaba fresco y sombrío.
–La princesa lamenta tener que haceros esperar un poco, don Antonio, pero tiene una visita imprevista, don Juan de Escobedo.
–¿Sí? Pobre princesa. ¿Una visita aburrida?
Bernardina sirvió un poco de vino en dos vasos.
–Sí, ahora parece una persona muy seria. Pero antes era muy alegre, casi tan alegre como vos, don Antonio, en tiempos del príncipe de Éboli, cuando ambos erais sus protegidos. ¿Recordáis?
–Lo recuerdo. –Antonio contempló lánguidamente el amplio patio rodeado de columnas–. ¡Cómo nos divertíamos entonces aquí, Bernardina! ¡Las fiestas que dábamos! ¡Querido Ruy!
–Sí, le gustaban las fiestas, que Dios lo tenga en la gloria. Pero también a la princesa. Esta primavera dimos algunas bien agradables, don Antonio, aunque vos estuvierais a veces demasiado ocupado para asistir.
–Por desgracia. Ya sabéis, Bernardina, que cuando se es el favorito del rey no todo son mieles.
–Sí, lo sé desde que vos no erais más que un paje. Madre de Dios, cómo trabajaba don Ruy.
Antonio bebió el vino y lo mismo hizo Bernardina.
–Es imposible emularlo. De todos modos... a veces es emocionante.
–Y vos lo demostráis, si se me permite hacer...
Él retocó su atuendo, divertido. Iba vestido y arreglado con gran elegancia.
–Hago lo que puedo –le contestó burlonamente–. Me alegro de que os guste, Bernardina.
–Yo no he dicho eso.
–Sí que lo habéis dicho, vieja coqueta. De todos modos, está claro que os gusta la ciudad y todos nuestros desatinos.
–Ah sí, me gusta Madrid. Yo nunca estuve conforme con la piadosa viudez en Pastrana; Ana lo sabía.
–Y tampoco con el absurdo plan de convertirse en monja carmelita. ¿Os acordáis de aquel alboroto?
Él rió y volvió a tomar un trago.
Bernardina también se rió, pero misteriosa y suavemente.
–Querida Ana..., menuda tontería. Y creo que sé lo que le pasaba entonces...
–¿Qué le pasaba?
–No os preocupéis, señor secretario de Estado. No es un asunto de gobierno.
–Casi lo fue entonces. Me temo que la gran madre Teresa nunca perdonará a la princesa.
Bernardina ahogó una risita.
–No me extraña. Pero no le habléis de nada de esto a la princesa.
–No tengo ninguna intención. Pero ¿por qué?
–No le gusta recordarlo, igual que no le gusta tener un solo ojo.
–¡Ah, ya!
–Después de todo –dijo Bernardina–, ¿quién no ha hecho alguna tontería en algún momento de la vida? Y ella, bueno, la muerte de don Ruy la asustó. –Tomó un trago de vino–. Es la única vez que la he visto perder la cabeza, y soy su dueña desde que tenía dieciocho años.
Antonio se sintió algo aburrido.
–Es una mujer muy interesante –dijo.
–Lo es. Y lo que es más, es buena. Demasiado buena, si queréis mi opinión, en un mundo perverso.
–Entonces vos sois una mala compañera para ella, supongo –dijo él coqueteando automáticamente con esta vivaz mujer de mediana edad, como hacía, sin darse cuenta, con cualquiera que pareciera esperarlo.
–Sí, siempre he procurado ser ma