CAPÍTULO I
Anochecía en el campamento cuando el comandante de la cohorte miró hacia el río desde lo alto del precipicio. El Eufrates se hallaba cubierto de una tenue neblina que se extendía por la orilla a ambos lados y se alzaba por encima de los árboles que crecían en la ribera, por lo que el río se asemejaba al vientre de una serpiente que se ondulara suavemente por el paisaje. Al centurión Cástor se le erizó el vello de la nuca al pensarlo. Se arrebujó con la capa, entrecerró los ojos y escudriñó el terreno que se extendía al otro lado del Éufrates: el territorio parto.
Habían pasado más de cien años desde que el poderío de Roma entrara por primera vez en contacto con los partos y desde entonces ambos imperios habían estado practicando un mortífero juego por el control de Palmira, la zona situada al este de la provincia romana de Siria. Ahora que negociaba un tratado más directo con Palmira, Roma había extendido su influencia a las riberas del Éufrates, en la mismísima frontera con su antigua enemiga. Entre Roma y Partia ya no había ningún estado fronterizo y pocos dudaban de que la hir-viente hostilidad no tardaría en desatar un nuevo conflicto. Cuando el centurión y sus hombres cruzaron las puertas de Damasco e iniciaron su marcha, las legiones emplazadas en Siria ya se estaban preparando para una campaña.
Al pensar en ello, el centurión Cástor se sintió molesto una vez más por las órdenes que le habían llegado de Roma de conducir a una cohorte de tropas auxiliares por el desierto, más allá de Palmira incluso, para establecer allí un fuerte, en los precipicios que dominaban el Éufrates. Palmira se encontraba a ocho días de marcha en dirección oeste y los soldados romanos más próximos tenían su base en Emesa, a seis días de distancia de Palmira. Cástor nunca se había sentido más aislado en su vida. Sus cuatrocientos hombres y él se hallaban en los confines del Imperio, apostados en aquel despeñadero para vigilar cualquier indicio de ataque de los partos al otro lado del Éufrates.
Tras una marcha agotadora por el árido desierto rocoso acamparon cerca del precipicio y habían empezado a trabajar en el fuerte que guarnecerían hasta que finalmente algún funcionario de Roma decidiera relevarlos. Durante el día la cohorte se había cocido al sol y luego se acurrucaba bajo sus capas por la noche, cuando la temperatura descendía de súbito. Habían racionado el agua rigurosamente y, cuando al fin llegaron al gran río que atravesaba el desierto y regaba la fértil media luna de la ribera, sus hombres se precipitaron al bajío para saciar su sed, llevándose el agua a los labios agrietados con tal desenfreno que los oficiales no pudieron contenerlos.
Después de haber servido tres años en la guarnición de la Décima legión en Ciro, con sus magníficos y bien regados jardines y todos los placeres de la carne que un hombre pudiera desear, Cástor tenía ahora terror a su destino temporal. La cohorte se enfrentaba a la perspectiva de pasarse meses, o tal vez años, en aquel rincón remoto del mundo. Si antes no los mataba el aburrimiento, seguro que lo harían los partos. Por este motivo el centurión había ordenado a sus hombres que construyeran el fuerte en el despeñadero en cuanto encontraron un emplazamiento desde el que se dominaba perfectamente el vado y las ondulantes llanuras de Partia. Cástor sabía que la noticia de la presencia romana llegaría a oídos del rey parto en cuestión de días y era vital que la cohorte levantara rápidamente unas defensas fuertes antes de que los partos decidieran atacarlos. Los auxiliares habían trabajado duramente varios días para nivelar el terreno y preparar los cimientos para los muros y las torres del nuevo fuerte. Los mamposteros se apresuraron a labrar las losas que habían acarreado hasta allí desde los afloramientos r