: Simon Scarrow
: El águila en el desierto
: Edhasa
: 9788435046749
: Saga de Quinto Licinio Cato
: 1
: CHF 8.90
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 576
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
En esta ocasión, Cato y Macro son enviados a la frontera oriental del Imperio para poner orden en un ejército que está al borde del caos y en sus oficiales, que se ven envueltos en todo tipo de escándalos.Sin embargo, nuestros protagonistas no tardarán en descubrir que el estado del ejército es el menor de los problemas de la frontera oriental del Imperio: Bannus. El ermitaño está provocando un alzamiento en Judea en nombre de un personaje crucificado en Jerusalén hace casi setenta años, y Partia parece dispuesta a una invasión de consecuencias imprevisibles... Macro y Cato tendrán que poner todos sus sentidos para salir de esta complicada situación.

Simon Scarrow fue profesor de historia hasta obtener un resonante éxito en el ámbito de la narrativa histórica con la serie protagonizada por los militares Quinto Licinio Cato y Lucio Cornelio Macro, de la que Edhasa ha publicado ya las catorce entregas (El águila en el Imperio, Roma Vincit!, Centurión, Hermanos de sangre, Britania, y Los días del César, entre otras).Además de la serie juvenil Gladiador, es autor de tres novelas independientes: La espada y la cimitarra, Sangre en la arena y Corazones de piedra. Con Sangre joven inició el que quizá sea su más ambicioso proyecto novelesco: las vidas paralelas de Napoleón y Wellington, que ha culminado en cuatro entregas (Sangre joven, Los Generales, A fuego y espada y Campos de muerte), todas publicadas por Edhasa. En 2017, junto con Lee Francis, se ha embarcado en un nuevo proyecto: Jugando con la muerte, thriller protagonizado por Rose Blake, agente especial del FBI.

CAPÍTULO I

El centurión Macro fue el primero que reparó en ellos: un pequeño grupo de hombres encapuchados que salieron tranquilamente de un oscuro callejón a la calle abarrotada y se mezclaron con el torrente de personas, animales y carros que afluían al gran mercado situado en el patio exterior del templo. Aunque tan sólo era media mañana, el sol ya bañaba Jerusalén y corrompía la atmósfera de las calles estrechas con una sofocante intensidad de olores: las consabidas emanaciones propias de las ciudades de todo el imperio y otros aromas desconocidos evocadores de Oriente; especias, cidra y balsamina. Bajo la cegadora luz del sol y el aire achicharrante Macro notaba el sudor por todo el rostro y el cuerpo y se preguntó cómo alguien podía soportar una capucha con aquel calor. Se quedó mirando a aquel grupo de hombres que caminaban por la calle, a menos de veinte pasos de distancia por delante de él. No hablaban entre ellos y apenas advertían la multitud que se empujaba a su alrededor, sino que simplemente avanzaban con el gentío. Macro se cambió de mano las riendas de la mula y le dio un ligero codazo a su compañero, el centurión Cato, montado a su lado frente a la pequeña columna de reclutas auxiliares que seguían pesadamente a los dos oficiales.

-No están tramando nada bueno.

-¿Mm? -Cato se volvió-. Perdona. ¿Qué has dicho?

-Ahí delante -Macro señaló rápidamente hacia los hombres a los que estaba observando-. ¿Ves a esos que llevan la cabeza cubierta?

Cato entrecerró los ojos un momento antes de fijar la vista en los hombres que Macro le había indicado.

-Sí. ¿Qué pasa con ellos?

-Bueno, ¿no te parece raro?

Macro miró a su compañero. Cato era un muchacho muy inteligente, pensó, pero a veces tenía un peligro o un detalle vital delante de las narices y se le pasaba por alto. Al ser un poco mayor que él, Macro lo atribuía a la falta de experiencia. Él había servido en las legiones durante casi dieciocho años, tiempo suficiente para desarrollar una profunda conciencia de su entorno. Tal como había descubierto en algunas ocasiones, más bien demasiadas, la vida dependía de ello. De hecho, en su cuerpo tenía cicatrices que eran el resultado de no haberse percatado de una amenaza hasta que fue demasiado tarde. El hecho de que siguiera vivo era una prueba de su dureza y absoluta brutalidad en combate. Macro era un hombre a tener en cuenta, igual que todos los centuriones de las legiones del emperador Claudio. Volvió a dirigirle una mirada a Cato y reflexionó; bueno, quizá todos no. Su amigo era algo parecido a una excepción. Cato se había ganado el ascenso en un momento desagradablemente prematuro de su carrera militar en virtud de su cerebro, sus agallas, su suerte y cierto favoritismo. Este último factor podría haber irritado a un hombre como Macro, que había ascendido con gran esfuerzo desde la tropa, pero él era lo bastante honesto para reconocer que Cato había justificado su ascenso con creces. En los cuatro años que llevaba alistado en la Segunda legión, durante los cuales había servido con Macro en Germania, Britania e Ili-ria, Cato había madurado, pasando de ser un recluta sin experiencia a convertirse en un veterano duro y enérgico. Sin embargo, en