CAPÍTULO 1
Avanzado el crepúsculo del jueves 16 de febrero de 1786, la última cena se acercaba a su fin. El nuevo apóstol ya había prestado juramento, firmado el libro de ingreso en el club y bebido de un trago el contenido del cáliz –regalo del difunto Morton Frostwick– al son de vítores, gritos y silbidos. Había llegado el momento de los brindis que precedían al punto álgido de la ceremonia.
–Apuren sus copas, caballeros –ordenó Jesús, sentado a la cabecera de la mesa–. ¡Todos en pie! ¡Un brindis por Su Majestad el Rey!
Los apóstoles se pusieron en pie, algunos no sin cierta dificultad. Cuatro sillas cayeron tumbadas al suelo y alguien volcó una botella.
Jesús alzó su copa:
–¡Por el Rey! ¡Que Dios lo bendiga!
–¡Por el Rey! ¡Que Dios lo bendiga! –respondió un coro bramante.
Los apóstoles, muy orgullosos de su patriotismo y adhesión al trono, vaciaron sus copas de un trago.
–¡Que Dios lo bendiga! –repitió desde el otro extremo de la mesa San Mateo, que remató su apasionada exhortación con un hipo.
Jesús y los apóstoles volvieron a tomar asiento y se reanudó el murmullo de la conversación. La luz de las velas iluminaba la alargada sala de techos altos. Sobre la mesa flotaba un cimbreante manto de humo. En la chimenea de mármol ardía un gran fuego. Las cortinas estaban echadas. Los espejos situados entre los ventanales reflejaban el fulgor de las llamas, los destellos de la cubertería y la cristalería, y el brillo de los botones de la librea de los caballeros. Todos los apóstoles vestían la misma chaqueta de un verde intenso forrada de seda y adornada por delante y en los puños con unos prominentes botones dorados.
–¿Cuánto más tengo que esperar? –preguntó el joven sentado a la derecha de Jesús.
–Ten paciencia, Frank. Todo a su debido tiempo –respondió Jesús antes de elevar la voz–: Rellenen sus copas, caballeros.
Jesús sirvió a su vecino y llenó su copa mientras observaba a los demás obedecer como corderos.
–Ahora brindaremos de nuevo –susurró al oído de Frank–, y después daremos paso a la ceremonia y el sacrificio.
–¿Sabe la señora Whichcote que voy a ser santificado esta noche? –inquirió Frank girándose hacia Jesús, el codo apoyado en la mesa.
–¿Por qué lo preguntas?
Frank se sonrojó hasta las orejas.
–Yo... yo sólo me lo preguntaba. Como voy a pasar la noche aquí, pensé que quizá lo sabría.
–No lo sabe –respondió Jesús–. No sabe nada. Y no debes decirle nada. Esto es cosa de hombres.
–Sí, sí, claro. No debería habértelo preguntado –se disculpó al tiempo que le resbaló el codo de la mesa. Si Jesús no lo hubiera sujetado, habría acabado en el suelo–. Eres un tipo afortunado, ¿sabes? ¡Es tan hermosa!... ¡Maldición! No me lo tengas en cuenta, Philip, no debería haber dicho nada...
–No te estaba escuchando. –Jesús se puso en pie e ignoró las disculpas implorantes de Frank–. Señores, ha llegado el momento de otro brindis. Todos en pie. ¡Yo maldigo a la Gran Puta de Babilonia, su pestilencia romana Pío VI! ¡Que se pudra en el infierno hasta el fin de los tiempos con toda su caterva papista!
Los apóstoles vaciaron sus copas y estallaron en aplausos. Este tradicional brindis se remontaba a los orígenes del Club del Espíritu Santo. Jesús no sentía ninguna