: Emilio Lara
: El relojero de la Puerta del Sol
: Edhasa
: 9788435046602
: 1
: CHF 8.00
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 352
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Londres, 1866 José Rodríguez Losada se ve obligado, una y otra vez, a huir de su pasado. Tras abandonar de niño el hogar familiar, se verá obligado por razones políticas a exiliarse de la España absolutista de Fernando VII. Ahora vive en Londres, una ciudad más avanzada y en la que vislumbra un futuro más esperanzador. Hábil como pocos y siempre entusiasta, debe acabar un encargo urgente: reparar el Big Ben, el reloj más famoso del mundo. Pero nadie puede escapar de su pasado y, entre la niebla londinense, una sombra lo observa para acabar con su vida. Y, mientras tanto, José sólo vive y trabaja para su sueño: la construcción de un reloj con un mecanismo revolucionario. ¿Conseguirá José sortear todos los peligros que lo rodean y conseguir su sueño? La historia dice que sí, ya que su sueño será conocido como el reloj de la Puerta del Sol. Pero ¿cómo conseguirá eludir todos los peligros y conseguir hacerlo realidad?.... Emilio Lara nos adentra en la historia de un hombre tan real y fascinante como desconocido para la mayoría de los lectores. Un hombre que no sólo creará los dos relojes más famosos del mundo, tal como los conocemos actualmente, sino que sorteará todo tipo de dificultades para lograr su sueño, conocerá el amor en su madurez y se relacionará con los personajes más ilustres de su época. En definitiva, la historia de un hombre contra su destino y dueño de sus horas.

Emilio Lara (Jaén, 1968) es doctor en Antropología, licenciado en Humanidades con Premio Extraordinario, Premio Nacional de Fin de Carrera y profesor de Geografía e Historia de Enseñanza Secundaria.Ha publicado varios libros de Historia y decenas de artículos en revistas universitarias y centros de investigación españoles, italianos y franceses. Ha participado en la elaboración del Diccionario Biográfico Español de la Real Academia de la Historia. También ha obtenido diversos premios de literatura, historia y periodismo. Ésta es su primera novela publicada.

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Extremadura-la Mancha

Agosto de 1814

El arriero cambió en Trujillo su cargamento de salazones por embutidos, y en aquella localidad se quedó José para probar fortuna. Trabajó durante la primavera y buena parte del verano como aprendiz en una barbería.

Al caer la noche, el barbero recibía a mujeres de larga cabellera que, por promesa o necesidad, se la cortaban a cambio de unas monedas y se marchaban con un pañuelo liado en la cabeza. El hombre seleccionaba entonces el pelo más sedoso de color castaño o negro, y componía pelucas para las imágenes religiosas. Y como alguna noche también acudían a su barbería las prostitutas en cumplimiento de una promesa concedida, su cabello lo destinaba a confeccionar pelucas para las efigies de María Magdalena, pues como el barbero decía «de puta llegó a santa». Era una suerte que, entre los mandados de José, estuviera el de entregar las pelucas, porque los dirigentes de las cofradías y los párrocos solían darle propinas que guardaba en una faltriquera.

En agosto decidió que afeitar, pelar, sacar muelas y sajar golondrinos no era lo suyo, y con el poco dinerillo ahorrado decidió irse a Madrid a ganarse la vida. Imaginaba que en la Corte habría más posibilidades de prosperar. Él era espabilado, no tenía manías y aprendía con rapidez. Echó cuentas: a pie, a un buen ritmo de marcha, comiendo lo justo, durmiendo al raso si hacía bueno y en una venta si estallaba tormenta, tendría suficiente con lo ahorrado.

La guerra había devastado el país, traído la discordia y abastecido los osarios de las iglesias. Por todos los pueblos por los que pasaba se encontraba con idénticas escenas: madres de negro que lloraban inconsolables en las iglesias por sus hijos fallecidos. Llevaban flores a las imágenes, encendían velas en los lampadarios, rezaban ensimismadas o aullaban de dolor, como si les arrancasen de cuajo las entrañas. Algunas sufrían arrebatos y se tiraban al frío suelo, sabedoras de que debajo, en la oscuridad de la cripta, reposaban los restos de sus hijos. De poco servían los sermones y las palabras confortadoras de los párrocos que hablaban del cielo, pues ellas lo que deseaban era abrazarlos y cuidarlos. No querían oír hablar de pasajes evangélicos, sino verlos crecer. Muchas vivían ajenas al mundo, sonámbulas de sí mismas, como plañideras de mirada brumosa y desesperanzada.

La compañía de un marido fallecido podía reemplazarse, pero no ocurría lo mismo con el amor de un hijo muerto. Los recuerdos se les amontonaban: las nanas que les cantaban para dormirlos, los cuentos de miedo que les contaban para prevenirlos de los sacamantecas que metían a niños en sacos, los besos con que los cubrían en arrebatos maternales.

También en algunos pueblos vio a mujeres rapadas o peladas a trasquilones que, cabizbajas, soportaban un mortificante pedrisco de insultos y salivajos de sus convecinos. Algunas caminaban desorientadas, tambaleantes, como Lázaro recién resucitado. Eran las afrancesadas, las acusadas de haberse acostado con franceses. Purgaban su pecado entre silenciosas lágrimas y, si llevaban a sus hijos chicos en brazos o de la mano, éstos también eran vejados y recibían su ración de odio, sobre todo de mujerzuelas greñudas que, al maldecir, soltaban perdigones de saliva y gritaban: «¿Ya no tenéis el chocho escalfado, cacho zorras?».

Era un país que disfrutaba con el espectáculo del dolor.

Como de pequeño fue a la escuela, José leía los bandos municipales y las disposiciones reales pegadas con engrudo en las columnas y tableros de las plazas porticadas. Dichos papeles de colores recordaban la obligación de delatar a afrancesados y liberales por el bien de la patria y de la verdadera religión. Los pregoneros, con su trompetilla y voz de falsete, rodeados de chiquillos, leían lo mandado por los alcaldes y el rey, y aquellos que habían colaborado con los franceses o simpatizado con los liberales gaditanos, temiendo ser denunciados por sus vecinos, vivían atemorizados por si los detenían en cualquier momento y temblaban si alguien los miraba de manera incriminatoria, pues habían aprendido a interpr