PRÓLOGO
Nordlingen, Baviera
Mediodía, 6 de septiembre de 1634
–¡Aquí hemos venido a morir!, al primero que dé un paso atrás me lo cargo. Quien no tenga lo que hay que tener, sepa que no vivirá para contarlo. Recordad: sin riesgo no hay gloria –gritó el sargento mayor Ramírez mientras recorría las filas de piqueros, empuñando amenazante su pistola de rueda.
Avanzaba con paso enérgico entre los hombres dispuestos a un codo de distancia, firmes y disciplinados a pesar del agotamiento por el combate. Se abría camino entre la tropa vestida con ropas deslustradas, cubiertas de barro y sangre reseca, al igual que las corazas, cascos, picas, mosquetes y espadas que formaban una muralla de carne y hierro que los suecos no habían podido quebrar. La temible formación de los tercios españoles sobrecogía con sus armas y estandartes desplegados, pero lo que realmente helaba la sangre era la mirada febril de los soldados, una mezcla de odio, temor y audacia que Ramírez esquivaba en su marcha.
Al pasar a su lado Gonzalo miró el rostro iracundo del sargento, al que le cruzaba un chirlo bermejo que iba a morir en sus labios. Los mismos que no habían dejado de dar órdenes desde que, nada más amanecer, los herejes atacaran esa maldita colina de Albruch, la posición clave en el despliegue del ejército hispano-austríaco, que tanta sangre estaba costando mantener. Desde entonces se habían sucedido ya catorce asaltos y, a pesar de ello, no cejaban en su esfuerzo por hacerse con el altozano.
El estallido de una granada de la artillería sueca sólo una docena de pasos más allá de donde estaba Gonzalo alcanzó de lleno a Ramírez, que cayó muerto con el pecho empapado en sangre sin que le diera tiempo a articular un lamento. Los piqueros cerraron filas y cubrieron el hueco abierto por la explosión mientras comprobaban la verdad de las palabras del sargento: estaban allí para morir y muchos desearon un fin como el suyo, tan rápido que no daba tiempo ni para sentir el dolor o comprender que la vida llegaba a su fin.
Tras esa última descarga el bombardeo pareció cesar, dando un breve respiro a los soldados. Todos sabían que, de mantenerse la calma, aquello era sólo el preámbulo para el temible ataque de la infantería sueca, esos hombres que en los últimos años asombraban a Europa consiguiendo victoria tras victoria para la causa luterana.
Los españoles habían aguantado durante cinco largas horas las granadas de los cañones, las cargas de la caballería, las embestidas de las picas, las cuchilladas de las espadas, y lo habían hecho impertérritos, firmes, sin ceder ni un palmo de terreno. Demostrando que las picas de veinticinco palmos de fresno eran duras, pero no tanto como los hombres que las manejaban. No se equivocaba el cardenal infante Fernando de Austria al mandar al nervio de su ejército, es decir, los temibles tercio