: Simon Scarrow
: Campos de muerte
: Edhasa
: 9788435045674
: Napoleón vs. Wellington
: 1
: CHF 9.80
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 960
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Simon Scarrow tiene un asombroso talento para mantener al lector en tensión mientras le dirige por una trama perfectamente construida hacia un final que todos conocemos de antemano. O eso creíamos. A la altura de 1810, Wellington y Napoleón se encontraban en la cumbre de su fama y eran ya sin duda los militares más prestigiosos de su tiempo. La guerra de Independencia española convirtió a Wellington en poco menos que un héroe nacional en su país, pero él sabía bien que la verdadera prueba de fuego sería un enfrentamiento estratégico que deseaba tanto como temía: una batalla contra tropas comandadas por Napoleón. Por su parte, las legiones francesas estaban por entonces empeñadas en una de las campañas más duras que emprendieron, en los inhóspitos campos de Rusia, a punto para batirse en la mayor batalla nunca hasta entonces librada en Europa, la de Leipzig. Sin embargo, el momento en que Napoleón y Wellington se verán las caras se acerca, y promete convertirse en un gran acontecimiento histórico, Waterloo. La audaz tetralogía en la que Scarrow nos muestra las vivencias de Napoleón y Wellington desde dentro encuentra un perfecto colofón en Campos de muerte, estremecedora novela que, como las anteriores, tiene una firme estructura que permite su lectura independiente. El desenlace de esta soberbia y ambiciosa trilogía desemboca en un final realmente culminante, la mítica batalla de Waterloo, que Scarrow narra con pericia mediante una alternancia entre el entorno de Napoleón y el de Wellington que resulta muy efectivo, y el control del ritmo le permite crear momentos de gran intensidad dramática. Además, este volumen se centra en los años más decisivos de ambos personajes y en los que se forjaron su gloria posterior. La coda de las últimas páginas informa al lector del destino final de estos dos grandes hombres, y ofrece además un juicio personal del autor acerca de sus trayectorias. Esta tetralogía forma uno de los frescos históricos más espectaculares jamás escritos.

Simon Scarrow fue profesor de historia hasta obtener un resonante éxito en el ámbito de la narrativa histórica con la serie protagonizada por los militares Quinto Licinio Cato y Lucio Cornelio Macro, de la que Edhasa ha publicado ya las catorce entregas (El águila en el Imperio, Roma Vincit!, Centurión, Hermanos de sangre, Britania, y Los días del César, entre otras).Además de la serie juvenil Gladiador, es autor de tres novelas independientes: La espada y la cimitarra, Sangre en la arena y Corazones de piedra. Con Sangre joven inició el que quizá sea su más ambicioso proyecto novelesco: las vidas paralelas de Napoleón y Wellington, que ha culminado en cuatro entregas (Sangre joven, Los Generales, A fuego y espada y Campos de muerte), todas publicadas por Edhasa. En 2017, junto con Lee Francis, se ha embarcado en un nuevo proyecto: Jugando con la muerte, thriller protagonizado por Rose Blake, agente especial del FBI.

CAPÍTULO I

Napoleón

El Danubio, abril de 1809

Las defensas de la ciudad bohemia de Ratisbona eran verdaderamente formidables, constató en silencio Napoleón mientras paseaba su catalejo por las añosas murallas y los fosos que tenía delante. El ejército austríaco en retirada había levantado a toda prisa más terraplenes para reforzar las defensas existentes, y en todas las troneras de los reductos asomaban las bocas de los cañones, con más piezas aún emplazadas en las torres gruesas y macizas de la ciudad vieja. Por todas partes, enemigos uniformados de blanco observaban la aproximación del ejército francés a la ciudad. Más allá de las murallas, los tejados pinos y las agujas de las torres de las iglesias asomaban fantasmales por entre los últimos residuos de la niebla matinal que ascendía del Danubio. En la otra orilla del río, Napoleón apenas alcanzaba a divisar los rastros desvaídos de los humos que se alzaban del campamento austríaco.

Su ceño se acentuó al bajar el catalejo y cerrarlo con un golpe seco. El archiduque Carlos y sus hombres habían escapado de la trampa que Napoleón les había tendido. De seguir Ratisbona en manos francesas algunos días más, el enemigo se habría visto obligado a luchar con el río a su espalda. Pero el comandante de la guarnición se rindió después de una breve resistencia y dejó intacto el puente sobre el Danubio, de modo que los austríacos pudieron cruzar a la orilla norte dejando en la ciudad una fuerza numerosa para afrontar a sus perseguidores. El archiduque Carlos le había sorprendido, pensó Napoleón. Él estaba convencido de que los austríacos retrocederían hacia Viena para proteger sus líneas de suministros y defender la capital. En lugar de eso, el general enemigo había cruzado el río y entrado en Bohemia, dejando abierta la carretera a Viena. Sin embargo, las cosas no eran tan sencillas, y Napoleón lo comprendió muy bien. Si se dirigía a Viena con su ejército, estaría invitando a los austríacos a caer a su vez sobre sus propias líneas de suministros. Sería un riesgo inevitable.

Napoleón se volvió a los oficiales de su estado mayor.

–Caballeros, Ratisbona debe ser tomada si queremos cruzar el Danubio y forzar al enemigo a combatir.

El general Berthier, jefe del estado mayor de Napoleón, alzó las cejas y desvió la mirada, más allá de su emperador, hacia las defensas de la ciudad, a menos de dos kilómetros de distancia. Tragó saliva al tiempo que, inquieto, volvía de nuevo la vista hacia Napoleón.

–Muy bien, sire. ¿Doy órdenes al ejército para que prepare el asedio?

Napoleón negó con la cabeza.

–No hay tiempo para un asedio. En el momento en que nos pongamos a cavar trincheras y levantar parapetos, la iniciativa pasará a manos de los austríacos. Es más, puede estar seguro de que nuestros demás enemigos... –Napoleón hizo una pausa y sonrió con amargura–, e incluso algunos de los que llamamos amigos, se alegrarán de semejante retraso. No les costará mucho cambiar de bando y apoyar a Austria.

Los oficiales más sagaces comprendieron de inmediato el razonamiento. Varios pequeños estados pertenecientes a la Confederación Germánica sentían simpatía por la causa de Austria. Pero el mayor peligro, con diferencia, venía de Rusia. Aunque Napoleón y el zar Alejandro estaban ligados por un tratado, en los últimos meses sus relaciones se habían enfriado notablemente, y cabía la posibilidad de que el ejército ruso se alineara con uno u otro bando en la actual guerra entre Francia y Austria.

A Napoleón le había sorprendido la temeridad de los austríacos al romper las hostilidades en abril, sin una declaración formal de guerra. Antes hubo muchos informes de los espías sobre la reorganización y ampliación del ejército austríaco, y su equipamiento con nuevos cañones y mosquetes más modernos. Eran señales indudables de que el emperador Francisco se proponía empezar otra guerra, y Napoleón dio órdenes de concentrar un ejército poderoso para prevenir tal amenaza. Una vez iniciada la campaña, la acostumbrada lentitud de movimientos de las columnas enemigas había permitido a los franceses adelantárseles y obligar a los austríacos a luchar en las condiciones establecidas por Napoleón. La actuación de su ejército había sido excelente, a juicio de Napoleón. Muchos de los soldados que se habían enfrentado al enemigo hasta ahora eran reclutas nuevos, pero aun así combatieron magníficamente. De no ser por el fracaso al intentar impedir que los austríacos escaparan al cerco cruzando el Danubio, la guerra estaría ya prácticamente ganada.

Napoleón se volvió a uno de sus oficiales.

–Mariscal Lannes.

El oficial se puso firme.

–¿Sire?

–Sus hombres tomarán la ciudad, a cualquier costo. ¿Comprendido?

–Sí, sire –asintió Lannes, y se encasquetó con desenfado su bicornio emplumado sobre los rizos castaños–. Los muchacho