Tras diez días de camino, el pequeño convoy de carros cubiertos cruzó la frontera y entró en la provincia de la Galia Cisalpina. Ya habían caído las primeras nieves en las montañas del norte, que se alzaban imponentes por encima de la ruta y cuyos picos nevados relucían brillantes contra el cielo azul. El invierno temprano había tratado bien a los hombres que marchaban con el convoy, y, aunque el aire era frío y vivificante, no había llovido desde que habían abandonado la casa de la moneda imperial en la Narbonense. Una helada glacial había endurecido el suelo, y las ruedas de los carros pesadamente cargados avanzaron por él sin complicaciones.
El tribuno pretoriano al mando del convoy iba en su caballo a una corta distancia por delante, y, cuando la ruta llegó a la cima de una colina, refrenó a su montura y le hizo dar la vuelta. El camino se extendía frente a ellos en una larga línea recta que ondulaba sobre el paisaje. El tribuno veía con claridad la población de Piceno, situada a unos pocos kilómetros de distancia, y donde debía encontrarse con la escolta montada enviada por la Guardia Pretoriana de Roma, el cuerpo de élite de soldados cuyo cometido era proteger al emperador Claudio y a su familia. La centuria de tropas auxiliares que había escoltado a los cuatro carros por el camino desde la Narbonense marcharía entonces de vuelta a sus cuarteles, en la casa de la moneda, y dejaría que los pretorianos, con el tribuno al mando, protegieran al pequeño convoy durante el resto del viaje hasta la capital.
El tribuno Balbo se dio la vuelta en la silla para mirar al convoy que marchaba cuesta arriba, tras él. Los auxiliares eran germanos, reclutados de la tribu de los queruscos, unos recios guerreros de aspecto feroz, con barbas desaliñadas que asomaban por entre las carrilleras de sus cascos. Balbo les había ordenado llevar el casco puesto mientras atravesaban las montañas, como precaución contra cualquier posible emboscada por parte de las bandas de salteadores que atacaban a los viajeros incautos. No era muy probable que los bandidos se arriesgaran a atacar un convoy como aquél, Balbo lo sabía perfectamente. El verdadero motivo por el que dio la orden fue para cubrir cuanto fuera posible el pelo barbárico de los auxiliares, y así evitar alarmar a los civiles que encontraran a su paso. Por mucho que agradeciera que a los auxiliares germanos, quienes debían su lealtad directamente al emperador, se les pudiera confiar la vigilancia de la casa de la moneda, Balbo sentía un desprecio muy romano por aquellos hombres reclutados de las tribus salvajes del otro lado del Rin.
–Bárbaros –masculló para sí, y meneó la cabeza.
Él estaba acostumbrado al orden y el aseo de las cohortes pretorianas, y le había molestado que le ordenaran ir a la Galia a hacerse cargo de la última remesa de piezas de plata de la casa de la moneda imperial. Tras muchos años de servicio como soldado de la guardia, Balbo tenía una idea muy clara del aspecto que debía tener un soldado, y, si lo hubieran destinado a una cohorte de auxiliares germanos, lo primero que hubiera hecho habría sido ordenarles que se afeitaran esas malditas barbas para que parecieran soldados de verdad.
Además, echaba de menos las comodidades de Roma.
El tribuno Balbo era un ejemplo típico de su rango. Se había alistado en los pretorianos, había servido en Roma y había ido ascendiendo hasta que aceptó un traslado a la Decimotercera legión en el Danubio, en la que sirvió como centurión varios años más, para solicitar después su reingreso en la Guardia Pretoriana. Unos cuantos años más de servicio constante lo habían llevado a su nombramiento de entonces, como tribuno al mando de una de las nueve cohortes de la guardia personal del emperador. Dentro de unos cuantos años más, Balbo se retiraría con una generosa gratificación, y aceptaría un puesto administrativo en alguna ciudad de Italia. Él aspiraba a que fuera Pompeya, donde su hermano menor poseía unos baños y un gimnasio privados. La ciudad se hallaba en la costa, tenía unas vistas magníficas a la bahía de Nápoles y contaba con un conjunto decente de teatros, así como una buena arena; además, había un buen número de tabernas que vend