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Gustav Aschenbach –o Von Aschenbach, como se le conocía oficialmente desde su quincuagésimo aniversario– salió de su apartamento de la Pinzregentenstrasse, en Munich, para dar un largo paseo a solas. Era una tarde de primavera de aquel año de 19..., que durante meses mostró a nuestro continente un rostro tan amenazador y cargado de peligros. Sobreexcitado por el difícil y azaroso trabajo matinal, que le exigía justamente en esos días un máximo de cautela, perspicacia, penetración y voluntad de rigor, el escritor no había podido, ni siquiera después de la comida, detener en su interior las expansiones del impulso creador, de esemotus animi continuusen el cual reside, según Cicerón, la esencia de la oratoria, ni había encontrado tampoco ese sueño reparador que, dado el creciente desgaste de sus fuerzas, tanto necesitaba una vez al día. Por eso decidió salir de casa después del té, confiando en que un poco de aire y movimiento lo ayudarían a recuperarse y le procurarían una fructífera velada.
Principiaba el mes de mayo, y, tras varias semanas húmedas y frías, había llegado un tiempo falsamente estival. Aunque vestido sólo de hojas tiernas, el Jardín Inglés olía a moho como en agosto y se hallaba, en las zonas próximas a la ciudad, repleto de carruajes y transeúntes. En la posada del Aumeister, adonde lo condujeron caminos cada vez más silenciosos y apartados, pudo observar Aschenbach, por un momento, la animación popular del jardín, a cuyos bordes aguardaban unas cuantas berlinas y coches de lujo; de allí, cuando el sol empezaba a ponerse, emprendió la vuelta saliendo del parque, a campo traviesa, y como se sentía cansado y por el lado de Fohring amenazaba tormenta, decidió esperar, junto al Cementerio del Norte, el tranvía que habría de llevarlo directamente a la ciudad. La parada y sus alrededores estaban, por casualidad, totalmente desiertos. No se veía un solo coche en la Ungererstrasse, entre cuyo adoquinado deslizábanse, solitarios y brillantes, los rieles del tranvía de Schwabing, ni en la Fohringer Chaussee. Nada se movía tras el cerco de las marmolerías, donde las cruces, lápidas y monumentos funerarios ofrecidos en venta formaban un segundo cementerio, deshabitado, frente al cual se alzaba, silencioso entre los últimos resplandores del día, el edificio bizantino de la capilla mortuoria. La ornamentación de cruces griegas y figuras hieráticas pintadas en tonos claros sobre la fachada alternaba con inscripciones en letras doradas, simétricamente dispuestas, que reproducían una selección de frases bíblicas alusivas a la vida futura: «Entrarán en la mansión de Dios» o «Que la luz perpetua los alumbre».Aschenbach llevaba ya varios minutos de seria distracción descifrando esas fórmulas y dejando que las miradas de su espíritu se perdiesen en las transparencias de aquel misticismo cuando, volviendo de su ensoñación, divisó en el pórtico, por encima de las dos bestias apocalípticas que vigilaban la escalera, a un hombre cuyo inusitado aspecto marcó un rumbo totalmente distinto a sus pensamientos.
Era difícil determinar si había salido de la capilla por la puerta de bronce, o si, viniendo de fuera, había subido allí de improviso. Sin profundizar particularmente en la cuestión, Aschenbach se inclinaba por la primera hipótesis. De mediana estatura, flaco, sin barba y con una nariz extrañamente roma, el hombre tenía esa piel lechosa y cubierta de pecas típica de los pelirrojos.A todas luces no era de origen bávaro; al menos el sombrero de fieltro de alas anchas y rectas que cubría su cabeza le imprimía un aire foráneo, de oriundo de lejanas tierras, si bien es cierto que llevaba a la espalda una de esas mochilas típicas del país