CAPÍTULO I
Roma, febrero de 52 d. de C.
Las calles de la capital estaban repletas de gente que disfrutaba de un calor nada habitual para la estación. Era poco después de mediodía, brillaba el sol y el cielo estaba despejado. Musa tuvo la sensación de que le estaban siguiendo antes incluso de ver a su perseguidor. Era aquel instinto lo que había llamado la atención de su amo ya desde el principio, su habilidad innata para husmear el peligro. Una cualidad valiosísima, en su negocio. Se gastó una pequeña fortuna entrenándole, desde que le recogió de las calles junto al Aventino, y ese entrenamiento había aguzado su ingenio y sus ágiles reflejos.
Era tan hábil como cualquier agente del palacio imperial. Sabía acechar a su víctima y matar en silencio. Sabía desfigurar un cadáver y deshacerse de él, de modo que hubiera poquísimas posibilidades de que cualquiera de sus víctimas fuese hallada, y mucho menos identificada. Sabía encriptar y descifrar mensajes, qué venenos actuaban con mayor efectividad y no dejaban rastros. Musa sabía seguir a un hombre en medio de una multitud y por callejones prácticamente desiertos sin revelar jamás su presencia.
También le habían enseñado a detectar cuándo le seguían a él. Un momento antes, cuando se detuvo en el puesto del panadero, saliendo del Foro, cuando no parecía a ojos de todos sino otro cliente más que se limitaba a contemplar las hileras de pequeñas hogazas y pasteles que cubrían el puesto, había visto a aquel hombre: delgado, con el pelo oscuro, con una túnica sencilla de color marrón. También él se había detenido en un pequeño puesto de fruta a unos quince pasos por detrás, cogiendo una pera con indiferencia, como para examinarla.
Musa siguió manteniéndolo a la vista, por el rabillo del ojo, fijándose en todos los detalles de su aspecto cuidadosamente anónimo. Al cabo de un rato recordó que lo había visto en la calle, saliendo de la casa a la que le había enviado su amo aquella misma mañana, para transmitir un mensaje. Uno demasiado importante para confiarlo al papel, y que había tenido que memorizar antes de salir. Su perseguidor formaba parte entonces de un grupo de hombres agachados en torno a una partida de dados, y luego se levantó, se enderezó y se fue andando despreocupadamente por la calle en la misma dirección que Musa, abriéndose paso a través de la multitud. Se había fijado en aquel detalle y en ese mismo momento lo había dejado pasar, pero ya no, porque la coincidencia le parecía excesiva.
Sonrió para sí, serio. Bueno, parecía que el juego estaba en marcha... Sabía muchos trucos para desprenderse de su seguidor. Pero si éste era bueno, se daría cuenta de la mayoría de ellos al momento. Sin embargo, Musa tenía una ventaja que le daba las de ganar en el combate de ingenios que se avecinaba: había nacido en aquellas calles, se había criado en el arroyo, y durante gran parte de su juventud fue un huérfano harapiento que vivía entre bandas callejeras. Conocía cada recoveco, cada rincón de las calles y callejones de la vasta ciudad que se extendía a través de las siete colinas y atestaba las corrientes rápidas del río Tíber.
Por los rasgos oscuros del hombre de la túnica marrón, Musa supuso que no era oriundo de la ciudad, sino que procedía de algún lugar del imperio oriental, o más allá todavía. No sería capaz de seguir a Musa a través del laberinto de apestosas y oscuras callejuelas de la Subura, el barrio bajo que se extendía más allá del Foro. Allí perdería a su perseguidor, y que los dioses ayudasen al hombre si se perdía intentando seguir a su presa. Los habitantes de la Subura eran una gente muy unida, capaces de oler a un extraño a millas de distancia, aunque sólo fuera porque no apestaba tanto como ellos. Sería presa fácil para la primera banda que decidiera caer sobre él.
Un atisbo de piedad cruzó por la mente de Musa, pero lo desterró al instante. No