: Simon Scarrow
: El águila del imperio
: Edhasa
: 9788435046305
: Saga de Quinto Licinio Cato
: 1
: CHF 7.10
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 256
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
En esta primera entrega de la serie asistimos a los primeros pasos de Quinto Licinio Cato, que obtiene la libertad en Roma a cambio de enrolarse en la legión romana.Tras una primera campaña en Germania, viaja a las islas británicas, tierra de brujas habitada por salvajes. De la mano del rudo centurión Lucio Cornelio Macro, iniciará una emocionante y divertida carrera militar. La segunda legión augusta, por entonces al mando de Vespasiano, será testigo de sus primeras hazañas.

Simon Scarrow fue profesor de historia hasta obtener un resonante éxito en el ámbito de la narrativa histórica con la serie protagonizada por los militares Quinto Licinio Cato y Lucio Cornelio Macro, de la que Edhasa ha publicado ya las catorce entregas (El águila en el Imperio!, ¡Roma Vincit!, Centurión, Hermanos de sangre, Britania, y Los días del César, entre otras).Además de la serie juvenil Gladiador, es autor de tres novelas independientes: La espada y la cimitarra, Sangre en la arena y Corazones de piedra. Con Sangre joven inició el que quizá sea su más ambicioso proyecto novelesco: las vidas paralelas de Napoleón y Wellington, que ha culminado en cuatro entregas (Sangre joven, Los Generales, A fuego y espada y Campos de muerte), todas publicadas por Edhasa. En 2017, junto con Lee Francis, se ha embarcado en un nuevo proyecto: Jugando con la muerte, thriller protagonizado por Rose Blake, agente especial del FBI.

PRÓLOGO

–Es inútil, señor, este trasto se ha embarrancado hasta el fondo.

El centurión se recostó contra el carro e hizo una pausa para recobrar el aliento. A su alrededor, una veintena de legionarios agotados aguantaban el hediondo olor del cieno de las marismas, que les llegaba a la cintura. Desde el margen del camino, el general seguía con una frustración creciente los esfuerzos de sus hombres. Al disponerse a subir a bordo de uno de los barcos de evacuación, le habían dado la noticia de que el carro se había salido del estrecho sendero. De inmediato, había montado uno de los pocos caballos que quedaban y atravesado las marismas a fin de conocer de primera mano la situación. El carro, hundido por el peso del arcón que contenía, se resistía a todos los esfuerzos que hacían los soldados para desvararlo. Ya no quedaba ayuda disponible dado que la retaguardia, tras cargar el barco, se había hecho a la mar. Entre el carro varado y el ejército de Casivelauno, que pisaba los talones a los otrora invasores romanos, tan sólo quedaban el general, estos hombres y una escasa alineación de la unidad de caballería.

Al general se le escapó un exabrupto y su caballo levantó la cabeza asustado desde el bosquecillo. Era obvio que el carro era insalvable y el arcón demasiado pesado para ser transportado hasta el último barco, que esperaba anclado. Por seguridad, la llave del arcón la guardaba el intendente, que ya había zarpado. Además, el arcón se había construido de forma que fuera imposible abrirlo sin las herramientas apropiadas.

–¿Y ahora, qué, señor? –preguntó el centurión.

El general dio una larga y dura mirada en silencio al arcón. No podía hacer nada, nada en absoluto. Ni el carro, ni el arcón ni su contenido se moverían. Por un momento se atrevió a desestimar aquella posibilidad, ya que la pérdida del arcón supondría un retroceso de al menos un año en sus planes políticos. En aquel momento desesperante de indecisión, un cuerno en son de guerra retumbaba cada vez más cercano. Una expresión de terror se apoderó de los legionarios, y empezaron a vadear el cieno para recoger las armas que habían dejado en el camino.

–¡Quedaos donde estáis! –bramó el general–. ¡No os he ordenado que os mováis!

A pesar de tener al enemigo cada vez más cerca, los legionarios se detuvieron, tal era el respeto que les infundía su comandante. Tras mirar por última vez el arcón, el general bajó la cabeza al tomar la decisión.

–Centurión, deshazte del carro.

–¿Señor?

–Deberá quedarse aquí hasta que volvamos el próximo verano. Hundidlo un poco más hasta que el lodo lo cubra entero, haced una señal en el lugar y volved a la playa tan rápido como podáis. Haré que os tengan preparada una gabarra.

–Sí, señor.

El general se dio una palmada con furia en el muslo, subió al caballo y se dirigió hacia la playa a través de las