Domingo, 10 de noviembre de 1918
Volvió la vista hacia la habitación con un leve movimiento de cabeza. El hombre estaba sentado en su silla, junto a la mesa; las muletas junto a él, la gorrilla en el cráneo pelado, el periódico abierto ante sí. Se limpiaba las gafas de montura de acero y examinaba la gris luz matinal que entraba por la ventana del patio. Ella dijo:
–Puedes encenderte la luz.
Él contestó:
–Está bien así.
Luego, ella cerró la puerta a sus espaldas.
Ya no llovía, pero el patio estaba lleno de charcos. En el zaguán, junto a la pared, donde estaba oscuro como boca de lobo, ella se arremangó el vestido, tanteó con un pie y se puso los pesados zuecos de puntiaguda madera. Echó a andar con estrépito de carraca.
El hombre limpió su pequeña pipa de madera, olfateó una vieja lata de té y extendió unas briznas de tabaco sobre el periódico. Quebró pieza a pieza las toscas virutas, y fragmentó algunas hojas grandes. Luego lo comprimió todo en la cazoleta, echó los restos de tabaco del papel en la pipa y la encendió. Cuando hubo dado las primeras caladas, cogió la pipa con la mano izquierda y, como todas las mañanas, al oír los pasos de su mujer en la calle, dijo para sí mismo:
–Bueno, es 10 de noviembre –y siguió fumando tranquilamente.
El periódico era del día 8; hacía ya algunas semanas que el pastor evangélico que vivía enfrente se lo daba, aunque sólo de vez en cuando. Con los brazos abiertos, el hombre se puso a la tarea y estudió los anuncios domésticos, las ventas de mobiliario, los anuncios del mercado de frutas y verduras... Movía un poco los labios. A veces se interrumpía, leía otra vez, y, en voz alta, decía:
–Reinetas pequeñas, dos cincuenta... Oh, es mucho.
Dio un par de graves caladas y miró hacia la ventana; frunció el ceño: probablemente su mujer ya estaba en la plaza del depósito de agua, que sin duda sería una ciénaga; había que pavimentarla, pero quién tenía dinero para eso en medio de una guerra. Siguió leyendo la lista de precios de las distintas clases de manzanas.
Y era cierto: su mujer estaba atravesando justo en ese momento la plaza del depósito de agua. Llevaba el pardo paraguas de tamaño familiar sujeto bajo el brazo izquierdo, un brazo que apretaba al mismo tiempo contra el pecho los picos del gran pañuelo negro que se había puesto sobre la cabeza y los hombros. Tan sólo veía con un ojo por una rendija. Su brazo derecho sostenía un cubo de madera en el que había una ancha paleta también de madera. Se acercó al andamiaje que había a la salida de la plaza; hacía años que la obra estaba parada, los cuervos tenían su cuartel general en las vigas, y desde allí volaban hacia el bosque y las calles que llevaban a los cuarteles. Se apartó los flecos del pañuelo del rostro para ver si los cuervos seguían sobre el andamiaje. Y cuando los buscó y no encontró nada, se apresuró, pues ésa era la señal: iban de camino.
En el largo y bajo edificio de la escuela que había en el cruce de calles había reclutas. El gran portón del patio estaba cerrado. Se oían gritos, fuertes voces de hombre. La mujer, que acababa de bajar de la acera delante del colegio, escuchó. Frunció el ceño con desaprobación, pero no se detuvo. Aunque a punto estuvo de hacerlo.