CAPÍTULO I
Napoleón
París, diciembre de 1804
Cuando el carruaje de Napoleón se detuvo delante de Notre Dame, la ingente multitud que había estado esperando sumida en aquel ambiente gélido profirió una ovación que resonó en las sólidas paredes grises. Los edificios que antes habían rodeado la gran catedral se habían derruido con objeto de hacer espacio para la procesión de la coronación, y los ciudadanos de París se habían apiñado en la zona acordonada por los granaderos del Emperador. Los soldados formaban en filas de dos en fondo a lo largo de toda la ruta, y sus altos gorros de piel de oso ocultaban gran parte de la procesión, por lo que los que estaban detrás sólo alcanzaron a ver fugaces imágenes del pesado avance de los carruajes decorados de manera ornamentada y de sus pasajeros formalmente ataviados. Entre los carruajes trotaban algunos escuadrones de coraceros, con los petos tan esmeradamente bruñidos que captaban la escena circundante a modo de reflejos distorsionados sobre sus superficies relucientes. El Emperador, su Emperatriz, la familia imperial y los mariscales y ministros ocupaban más de cuarenta carruajes, que se habían construido expresamente para la coronación. París nunca había visto nada semejante, y Napoleón había eclipsado de un plumazo la pompa y el esplendor de sus predecesores de la casa de Borbón.
Sonrió con satisfacción al pensarlo. En tanto que los reyes de Francia debían sus coronas a una casualidad de nacimiento, Napoleón había ganado la suya gracias a su capacidad, a su valentía y al amor que el pueblo de Francia le profesaba. Fue el pueblo quien le había otorgado la corona imperial en una votación popular en la que sólo unos pocos miles de personas en toda Francia le habían negado su apoyo. A cambio de la corona, Napoleón les había dado la victoria y la gloria, y en su cabeza ya bullían los planes para extender aún más esta grandeza.
Hubo un breve retraso cuando un par de lacayos esmeradamente vestidos se acercaron al carruaje correteando para colocar la escalerilla portátil, accionar la manija y abrir la portezuela. Napoleón, acomodado en el asiento cubierto de seda en espléndido aislamiento, respiró profundamente, se levantó y salió a la vista de la multitud. Sus ojos grises recorrieron un mar de rostros llenos de adoración y sus labios se separaron en una amplia sonrisa. Otra gran ovación desgarró el aire y, más allá de las filas de granaderos, en una tormenta confusa de colores y movimiento, se agitaba toda una extensión de sombreros plumados y de brazos que saludaban.
El Emperador miró hacia atrás y vio que Talleyrand, su ministro de Asuntos Exteriores, que estaba con los demás ministros en el acceso a la catedral, fruncía el ceño con desaprobación. No pudo evitar soltar una risita ante la incomodidad del aristócrata por la falta de decoro del Emperador. Bueno, que lo desaprobara si quería, reflexionó. El Antiguo Régimen había desaparecido, erradicado por la Revolución, y un nuevo orden se había erigido en su lugar. Un orden basado en la voluntad del pueblo. Napoleón, que estaba lo bastante agradecido y era lo bastante astuto como para corresponder a aquella cortesía, se volvió a uno y otro lado y saludó a la alborozada multitud antes de descender del carruaje. Los lacayos tomaron de inmediato la cola de sus vestiduras rojas bordadas en oro y lo siguieron a paso regular, mientras recorría la alfombra hacia la entrada de la catedral.
La mayor parte de los invitados, así como la familia de Napoleón, ya habían entrado y habían sido conducidos a los asientos que se les había asignado. Los ministro