: Simon Scarrow
: La exiliada del emperador (XIX)
: Edhasa
: 9788435048392
: Serie Cato y Macro
: 1
: CHF 8.90
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 480
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Libro XIX de Quinto Licinio Cato. Corre el año 57 d. C. cuando el tribuno Cato y el centurión Macro regresan por fin a Roma. Pero el fracaso de su reciente campaña en la frontera oriental conlleva a un recibimiento hostil en la corte del Imperio. Están en juego su reputación y su futuro. Entretanto, los enemigos políticos del emperador tratan de derrocarlo aprovechando su enamoramiento por una joven y, cuando Nerón, de mala gana, la destierra, Cato, aunque se siente solo e incómodo en Roma, se ve obligado a acompañarla a su exilio en Cerdeña. Y sus problemas empezarán de nuevo allí: la isla vive una gran inquietud por un pequeño grupo de oficiales, y tres serán los problemas del tribuno: un mando fracturado, una plaga mortal y una insurgencia violenta que amenaza con llevar a toda la provincia a un caos sangriento.

Simon Scarrow fue profesor de historia hasta obtener un resonante éxito en el ámbito de la narrativa histórica con la serie Quinto Licinio Cato, protagonizada por los militares Cato y Macro, de la que Edhasa ha publicado ya diecinueve entregas ('El águila en el Imperio!', '¡Roma Vincit!', 'Centurión', 'Hermanos de sangre','Britania', 'Los días del César', 'Sangre de Roma' y 'La exiliada del emperador' entre otras). Además de la serie juvenil 'Gladiador', es autor de tres novelas independientes: 'La espada y la cimitarra', 'Sangre en la arena' y 'Corazones de piedra'. Con 'Sangre joven' inició el que quizá sea su más ambicioso proyecto novelesco: las vidas paralelas de Napoleón y Wellington, que ha culminado en cuatro entregas (Sangre joven, Los Generales, A fuego y espada y Campos de muerte), todas publicadas por Edhasa.

CAPÍTULO UNO

Roma, verano de 57 d. C.

Desde el jardín del Orgullo del Lacio había una buena panorámica de la ciudad. La posada estaba encima de una pequeña elevación, justo al salir de la Vía Ostiensis, la carretera que conducía desde el puerto de Ostia a Roma, a unos veinticinco kilómetros.

La brisa ligera movía las ramas de un alto álamo que crecía cerca de la posada. Las mesas y bancos del jardín quedaban a cobijo del resplandor asfixiante del sol de media tarde gracias a una serie de emparrados sobre los que crecían unas vides. El Orgullo del Lacio estaba bien situada para aprovechar el comercio. Mercaderes y conductores de carros transitaban aquella ruta transportando bienes a la capital desde todo lo largo y ancho del Imperio, y funcionarios y turistas iban y venían del recientemente acabado complejo portuario de Ostia. Allí se veían viajeros que abandonaban Roma para atravesar el océano, o bien, en el caso del pequeño grupo sentado a la mesa con las mejores vistas de Roma, que volvían a la capital después de un periodo de servicio en la frontera de Oriente.

Eran cinco: dos hombres, una mujer, un muchacho y un perro grande y de aspecto salvaje. A todos ellos los observaba atentamente el propietario de la posada mientras limpiaba las hormigas del mostrador con un trapo viejo. Era lo bastante astuto para reconocer a unos soldados en cuanto los veía, llevasen o no el uniforme. Aunque iban vestidos con ligeras túnicas de lino, en lugar de la pesada lana de las legiones, su porte era seguro, como el de los veteranos, y ostentaban las cicatrices de aquellos que habían vivido mucha acción. El mayor era de estatura inferior a la media, pero muy robusto. Su pelo, oscuro y muy corto, estaba veteado de gris, y sus rasgos eran gruesos y estaban llenos de cicatrices. Tenía arrugas junto a los ojos y en la comisura de los labios, y una sonrisa pronta que indicaba buen humor, así como las señales de una experiencia duramente conseguida. Tendría ya unos cincuenta años, estimó el posadero, y seguramente estaría en el tramo final de su carre­ra. El otro hombre, sentado junto al niño, tenía también el pelo oscuro, pero parecía bastante más joven, con unos treinta y tantos años; le resultaba difícil saberlo, ya que mantenía una expresión muy pensativa y la facilidad controlada de sus movimientos revelaba una madurez que superaba su edad. Era tan alto como bajo era su camarada, pero mucho más esbelto que el otro, que era robusto y musculoso.

Formaban una pareja de lo más pintoresco que había visto, pero tuvo claro que los dos eran gente curtida y dura, y el posadero se sentía agradecido de que sólo estuvieran tomando su primera jarra de vino y todavía estuvieran sobrios. Esperaba que siguieran así. Los soldados borrachos podían mostrarse muy alegres y sentimentales en un momento dado y enfadados y violentos al siguiente, ante la menor insinuación de un desaire